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“SAN ÓSCAR ARNULFO ROMERO: UN OBISPO QUE AMÓ A DIOS CON TODO SU CORAZÓN”

Queridos Hermanos y Hermanas:

Quiero comenzar agradeciendo la invitación que me hicieron los Sacerdotes de esta Vicaría de Ahuachapán, para presidir esta Eucaristía por la celebración del Trigésimo Aniversario del Martirio de San Óscar Arnulfo Romero; cuya figura, a pesar de su elevación a los altares hecha por el Papa Francisco, sigue siendo controvertida y cargada de polos opuestos: un profeta y subversivo, mártir y revolucionario, hombre de Iglesia y hombre de política, pero para el pueblo sencillo: un Buen Pastor, que supo encarnar en su ministerio arzobispal el amosris officiun de Jesús, su caridad pastoral.

    ¿Quién fue realmente Romero? 

En los días cercanos a la canonización del Beato Óscar Romero, algunos jóvenes me preguntaban con insistencia cómo podían conocer mejor a Monseñor Romero y me pedían escribir algo para ellos, y pude hacerlo solo después de su canonización y en nombre de San Óscar Romero, como si a través de una pequeña carta les contara, él mismo, algo acerca de su vida. En esas “Pinceladas sobre Monseñor Romero a los Jóvenes”, escribí:

Queridos Jóvenes: Con ocasión de la ceremonia de canonización de siete Beatos en nuestra Iglesia Católica, entre los que contamos el Papa Pablo VI y yo, con la distancia de los años, vengo hoy a Ustedes con el amor del Buen Pastor que conoce a sus ovejas, pero que desea también que las ovejas lo conozcan a él; por ello quiero contarles algo acerca de mi vida. 

Desde los primeros años de mi infancia en Ciudad Barios, donde nací, viví mi primer encuentro personal con Jesucristo vivo. Escuchar aquel humilde evangelio predicado por mis padres y su sencilla piedad popular, me abrieron el oído y el corazón al encuentro con Jesús y a la fe. Desde entonces, a mi manera, comencé a vivir una incipiente conversión que con el correr de los años se fue perfeccionando; y un día me sentí llamado al sacerdocio, hasta que el 4 de abril de 1942 fui ordenado sacerdote en Roma.

Entonces volví a la Diócesis de San Miguel donde ejercí el ministerio sacerdotal con gran alegría y fidelidad al Señor. Fui Párroco de Anamorós y luego Santo Domingo en la Ciudad de San Miguel, y tuve múltiples responsabilidades a las que hice frente con empeño y sacrificio. Fui nombrado en 1970 Obispo Auxiliar de Mons. Luis Chávez y González. En 1974, Obispo de Santiago de María; y el 22 de febrero de 1977 tomé posesión de la Sede Arzobispal de San Salvador, habiendo sido elevado a ella el 7 del mismo mes, sede a la que amé y serví con entrega generosa, hasta el encuentro definitivo con el Padre el 24 de marzo de 1980.

Pocos días después de la toma de posesión, el 12 de marzo de 1977, asesinaron al Padre Rutilio Grande, S.J. y a dos de sus acompañantes, Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus, mientras iba a celebrar una misa al Paisnal. Ese evento martirial, en medio del dolor fraterno, me abrió los ojos y el corazón a una nueva llamada del Señor a ejercer el oficio del Buen Pastor, que no abandona a las ovejas cuando ve venir al lobo, y de nuevo volví mi rostro a Dios para que Él guiara mis pasos por el sendero hacia donde quería conducirme. Fueron aquellos momentos, de pasión y de oración intensa, los que agudizaron mi olfato de Buen Pastor, para percibir que la persecución a la Iglesia estaba llamando a su puerta. No se trataba solo del asesinato de Rutilio Grande, sino que la Iglesia ya era vista con recelo y sospechas. 

Como podemos comprender hermanos, la vida de Monseñor Romero no se puede separar de la atormentada historia del país. La conflictividad social era muy elevada. Había una tormenta ideológica.  Pero continúa la Carta a los jóvenes en este contexto histórico…

Predicar el Evangelio de Jesucristo, a juicio de los poderes de este mudo era un peligro que atentaba contra su seguridad, y había que perseguirla y hacerla callar a toda costa, olvidándose que la Palabra de Dios no está encadenada y que es como el rayo de sol que siempre me iluminó “para ir recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia; ella fue la luz que puso en mí, la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque muchas veces fue como la voz que clama en el desierto” (cfr. Homilía 23 de marzo de 1980), mi voz resonó en nombre de aquellos que nunca fueron escuchados, que nunca tuvieron voz, “porque nada hay tan importante para la Iglesia como la vida humana, como la persona humana, sobre todo la persona de los pobres y oprimidos, que además de seres humanos son seres divinos, por cuanto dijo Jesús, que todo lo que con ellos se hace, Él lo recibe como hecho a Él, porque son hechos que tocan al corazón mismo de Dios” (cfr. Homilía 16 de marzo 1980). Fue en este contexto donde debí vivir el ministerio episcopal, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios y, por encima de todo, opté por ser fiel a Dios y a mi pueblo. 

Dios fue mi único confidente, en Él encontré siempre serenidad para mi alma y la paz que mi corazón necesitaba para seguir predicando según su corazón, me dejé guiar por sus inspiraciones porque la sanidad siempre fue mi meta. Y fue en ese sendero donde un día Dios me sorprendió con el don del martirio y, en su infinito amor, transformó mi vida en una hostia viva y me unió a su Hijo en la cruz. 

Yo sólo quise ser un Obispo con olor a oveja, como el Buen Pastor, nunca pensé en el honor de los altares, fue mi querido y fiel amigo Monseñor Rivera Damas quien pensó que mi humilde testimonio de vida podría servir de inspiración para todos ustedes y entonces decidió introducir la causa de canonización por vía del martirio. La canonización no me va a añadir gloria alguna delante de Dios. Con ella, la Iglesia, no me está premiando o haciéndome justicia. La canonización es para ustedes, son ustedes los destinatarios y los beneficiarios. Con ella la Iglesia quiere proponer continuamente nuevos modelos de santidad, capaces de ayudarles a interpretar en cualquier condición de vida, que sí se puede ser santos en medio del mundo y de circunstancias históricas concretas viviendo con un corazón dócil el mensaje evangélico. Así, pues, con San Pablo VI, con mis otros cinco compañeros de canonización y conmigo, la Iglesia quiere proponerles prototipos creativos de formas de santidad en la historia. El Papa Francisco puede ayudarlos a comprender como vivir la propia santificación en el mundo contemporáneo con su Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate, por favor léanla. 

Déjenme comentarles hermanos: Monseñor Romero fue un sacerdote que llevó una vida santa desde el seminario. Y aunque existieron evidentemente, por la naturaleza humana, pecados en su vida, todos ellos fueron purificados con el derramamiento de su sangre en el acto martirial. 

De alguna manera debo agradecer a los detractores de Monseñor Romero y a la euforia de quienes lo aman, el haberme ayudado a interiorizar su martirio y a comprender que, aunque entre las disposiciones antecedentes al martirio no son requeridas la santidad y las virtudes heroicas durante la vida del siervo de Dios, ese martirio en él, es la plenitud de una vida santa; quiero decir que Dios eligió al Beato para su misión martirial porque encontró en él, a un hombre con experiencia de Dios o dicho con palabras del evangelio, “encontró a Óscar, lleno de gracia”.

No quiero ofrecer una imagen light de Monseñor Romero, sino que, después de treinta años de trabajo como Postulador Diocesano de su Causa de Canonización, deseo compartir en esta Eucaristía, mi punto de vista, mi apreciación de un Obispo Buen Pastor que siempre fue obediente a la voluntad de Dios con delicada docilidad a sus inspiraciones; que vivió según el corazón de Dios, a quien amó con todo su corazón, no solo los tres años de su vida arzobispal, sino toda su vida. Dios nos dio en él, un auténtico profeta, al defensor de los derechos humanos de los pobres y al Buen Pastor que dio su vida por ellos; y nos enseñó que es posible vivir según el corazón de Dios nuestra fe cristiana. 

Y la Carta a los jóvenes concluye con estos dos pensamiento: 

Muchas cosas pueden ser importantes en la vida, pero dos son prioritarias y absolutas, la primera, amar a Dios con todo el corazón y fortalecer ese amor con una nutrida vida espiritual, manteniendo siempre una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristiana, tomando la cruz de cada día para caminar con él hacia la casa del Padre. La segunda el amor al prójimo especialmente en los pobres y desposeídos, incluso poniendo en riesgo la propia seguridad y la vida. Sean siempre obedientes a la voluntad de Dios con delicada docilidad a sus inspiraciones para vivirlas según el corazón de Dios. 

Que el Espíritu Santo los conduzca a vivir la centralidad del Señorío de Jesús, en Él puse yo toda mi confianza y hundí en sus raíces mi vida. Yo he sido sólo un servidor fiel, quiero llevarlos a Él, porque deseo que, desde Él juntos ustedes y yo, con nuestra fe y el Evangelio; y llevados de la mano de nuestra Iglesia, construyamos un mundo nuevo, quizás mejor, un nuevo El Salvador, justo, fraterno y solidario. [Hasta aquí la Carta]. Hermanos, deseo invitarlos en esta Eucaristía a que nosotros amemos a Dios con todo el corazón y al prójimo como la mejor expresión ese amor. Viva San Óscar Arnulfo Romero. Así sea.

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