O.A.R.
El Catolicismo ha logrado imponer en el mundo su máxima celebración: La Semana santa.
Bien es cierto que no todos la celebran conforme espíritu cristiano, pero precisamente esa inmensa caravana de hombres y mujeres frívolos que en esos días se alejan de Cristo para vivir ene crápula, son una prueba irrebatible de la seriedad y de la santidad del catolicismo. Porque la semana santa viene a ser como un magna voz de Cristo, de aquel Cristo que se enfrenta a todos los hombres de todos los tiempos para exigirles una neta disyuntiva: «el que no está conmigo está contra mí».
Aquellas horas de la pasión de Cristo se perennizan en la historia de la Iglesia. Son las horas de la persecución las que dan a conocer a los verdaderos seguidores del evangelio. Y cada semana santa tiene aires de persecución, porque recuerda la más cruel de todas las persecuciones. La silueta de la cruz se agiganta en esos días. Y nadie debe extrañarse que ante la persecución y la cruz una inmensa masa de cobardes se avergüencen de El, le nieguen, le traicionen y hasta le condene a muerte.
Nunca fue para los cobardes la invitación del heroísmo. Por eso el mensaje de semana santa, que es magna voz de Cristo, llamado al heroísmo de la redención y de la santidad, no lo pueden oír esas muchedumbres que ahogan toda voz del espíritu en bullicios de orgía.
Los primeros relatos de la celebración de la semana santa se remontan al siglo IV, interesantes narraciones de peregrinos que asistían en Jerusalén a las solemnes funciones.
Durante la edad media se le llamó «semana mayor» y significaba una pausa total de todo trabajo servil, se daba amnistía a los reos y asueto a todos los servidores.
El mensaje espiritual de la semana santa tiene por meta la gloriosa la resurrección de Cristo y la resurrección de las almas. Pero para llegar a esa suprema liberación, la mas gloriosa de todas las independencias, es necesario seguir primer a Cristo en su lucha contra el mal, llegando hasta la sangre y el martirio.
El domingo de ramos, entre el triunfante batir de palmas, se presagia la catástrofe.
Lunes, martes y miércoles santos, se recuerda el agitado ir y venir de Jesús entre Jerusalén y Betania. Betania donde su corazón saborea la amistad fiel y Jerusalén donde se encarniza su lucha contra la hipocresía y la ambición.
El corazón de Cristo reserva su más exquisitas esencias para aquellas últimas horas que la liturgia recoge para inspirar las impresionantes ceremonias del triduo mayor. El lavatorio y el mandato reviven el divino mensaje de la humanidad y de la caridad cristiana. La visita a los monumentos es la respuesta de los hombres agradecidos a Jesús viviente en nuestros altares. El riguroso luto del viernes santo celebra el más imponente funeral del año. Entre los negros ornamentos del templo y ante el altar desnudo, el pueblo desfila para adorar al Crucifijo, mientras el coro pone en sus labios el amargo reclamo a la ingratitud: «pueblo mío, que te he hecho?»
Nuestro Vía crucis con la doliente imagen del Nazareno, y nuestro «santo entierro», que este año patrocinarán en San Miguel los hombres de buena voluntad, mantiene durante todo el viernes santo el quebranto de las almas.
El sábado santo todavía es día de dolor, el cadáver de Jesús reposa en el sepulcro, víctima de todas las maldades humanas.
La ceremonia nocturna del sábado, con la emocionante bendición del cirio; el glorioso alboreal del gran domingo de resurrección marca la meta de todos los esfuerzos cristianos. No solo Cristo resucita. De la tumba del Crucificado surge un nuevo pueblo al que San Pablo señala ideales de cielo: «si habéis resucitado con Cristo buscad las cosas de arriba, no las de la tierra».
He allí el sentido del divino mensaje de SEMANA SANTA: una invitación al martirio y al sufrimiento como condición indispensable para una gloria y alegría celestiales.