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No.2014 Pág. 1 – LA SANTIDAD DE PIO X

El 29 del corriente, en la majestad de la Basílica de San Pedro será elevado al honor de los altares el Papa Pío X. Con la canonización de Pío X la iglesia aprueba solemnemente una vida de sacerdote a lo que deberán acomodarse los que quieran hacer el verdadero bien a las almas. «L’Ami du Clelgé» resume en un precioso artículo dos vidas de Pío X escrita por el P. Dal Gal y el P. Fernessolle. Del cual traduzco este fragmento en que se nos dan las características de Pío X.
O.A.R.

Ante el cúmulo de testimonio sobre la santidad de Pío X, se experimenta, dice el P. Fernessolle, «un verdaderos deslumbramiento». Imposible decir cual fue en él la virtud dominante: se puede decir que las poesías todas en el más alto grado. Para él lo sobrenatural se había hecho como natural: la fe era como su ambiente. «Estaba habitualmente en continua unión con Dios» ha declarado su último maestro de cámara. «En todas sus acciones, testifica el Cardenal ferry del Val, se inspiraba siempre en pensamientos sobrenaturales. Para los negocios más importantes, dirigía sus ojos al crucifijo, para inspirarse en El». Pasaba con naturalidad del trabajo a la oración; no tenía que hacer ningún esfuerzo para desprenderse de los hombres y elevarse a Dios». Esta unión con Dios era sin duda la fuente de todas sus virtudes.
La alimentaba con los ejercicios de piedad tradicional en la vida del sacerdote: oración, lectura piadosa, examen de conciencia, etc. Celebraba la misa muy rápidamente, pero con un fervor emocionante. En el día hacía muchas visitas al Santísimo Sacramento. Se confesaba frecuentemente: siendo obispo, recibía a su confesor dos o tres veces a la semana. Recomendaba con cela la devoción al Sagrado Corazón. Pero el rasgo dominante de su vida espiritual es sin duda, con su fervor eucarístico, su devoción a la Virgen María. Le fue devoto desde su más tierna infancia, y durante toda su vida quiso dar testimonio de su amor hacia Ella. Le atraía sobre todo Nuestra Señora de Lourdes: su hermana María dijo después de la muerte del Papa, que El tenia de la Virgen de Lourdes «una pequeña imagen que debía besar frecuentemente porque nosotros la hemos encontrado muy usada». Fue por orden suya que se inauguró en los jardines del Vaticano la gruta que se dedicó a Ella, y escribe a Monseñor Schepfer que él hacía allí su «peregrinación». A veces rezaba personalmente el rosario en la tumba de San Pedro y la muchedumbre le respondía. En su encíclica inaugural del 4 de octubre de 1903, recomendaba la devoción a María y dos meses después a la memoria el cincuentenario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción. El 2 de febrero siguiente promulgaba con esta ocasión la encíclica «Ad diem» que es «una gran obra maestra de teología mariana donde se dilata la tierna y profunda piedad del Papa». Se encuentra allí el eco y a veces las expresiones del «Tratado de la verdadera devoción a María», por S. Luis María Grignlon de Momfort, y expone la doctrina de la «Mediación universal de María». Aquel año hizo organizar una exposición mariana en el palacio de Letrán y reunió en Roma un Congreso Mariano Internacional. Al terminar aquel año intervino frecuentemente a favor de la devoción de María y de las obras consagradas a su culto.
Su humildad era conmovedora. Se consideraba verdaderamente el «siervo de los siervos» de Dios. No quería molestar a nadie, ni aun para apagar su sed en el veraNo. Cuando se veía obligado a pedir un servicio a alguno de los suyos, decía: «hazme la caridad». Mientras no había tomado una decisión irrevocable, oía gustoso toda advertencia y cambiaba de opinión ante los argumentos convincentes. Le gustaba conversar con simplicidad y aun bromear con sus sirvientes, con sus viejos jardineros, y si se le reprochaba de abajarse mucho con sus inferiores contestaba: «Falta saber quiénes son los inferiores, si ellos o nosotros, porque, según el juicio de Dios, el mundo debe estar completamente al revés de lo que nosotros vemos».
Sabía cuando era necesario desviar con alguna broma la atención de su persona. Cuando se le comentaba la emoción que causaban sus milagros, él respondía: «Vaya que se platique y se publique que yo me he metido a hacer milagros, como si no tuviera otra cosa que hacer!». O también cuando se le pedía uno: «Quiere Ud. Un milagro?. Entonces no sabía usted que milagros ya no hago más?. Y cuando no lo podía negar, el se refugiaba en «el poder de las llaves».
Poesía de perfección el espíritu y la práctica de la pobreza. «Se servía de las cosas como un pobre, con parsimonia», dice un testigo. Utilizaba siempre en el Vaticano los modestos objetos que poseía desde antes: su viejo reloj de Tombolo, su antiguo porta monedas, etc. Pero igualmente rendía culto a la limpieza: «Corregía y deploraba la suciedad, especialmente entre los sacerdotes». Para él el dinero de la Iglesia era sagrado. Murió pobre como había vivido, no dejando nada ni a su familia y pidiendo en su testamento a su sucesor que quisiera destinar una pensión de 3000 liras para el sostenimiento de sus tres hermanos.
Su fuerza moral estaba en proporción con su humildad y garantizaba la autenticidad sobrenatural de la misma. Lo hacía inquebrantable ante todos los asaltos desde el momento en que sabía que cumplía la voluntad de Dios.
Sin embargo esta firmeza no le estorba en nada para ser dulce y caritativo. Lo atestigua toda su vida, y las pruebas de su bondad son innumerables. Aun en el Vaticano llegó a regalar todo lo que tenía, hasta el último céntimo.
El que fue tan justamente severo contra el modernismo, era todo paciencia y todo bondad para con las personas culpables. Y recomendó la misma línea de conducta a los obispos. Decía en 1908 al nuevo obispo de Chalons: «Vais a ser el obispo del Padre Loisy. Dada la ocasión tratadle con bondad, y si él da un paso hacia vos, dad dos hacia él».
Todas sus virtudes se armonizaban tan bien que esta alta santidad parecía muy sencilla. Nada de extraordinario en materia de maceraciones corporales o exageraciones en la piedad.
Viviendo en Dios como por estado, sus acciones eran espontáneamente virtuosas.

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