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No.2122 Pág. 1 – HACIA LA TIERRA PROMETIDA

O.A.R.
Desde que Abrahán, el amigo de Dios, recibió como herencia del Señor aquella Patria, y desde que Moisés, libertad y conductor de Israel, la contempló como en un éxtasis, poco antes de morir, desde la maravillosa cumbre del norte Nebo, Palestina fue considerada como la «Tierra Prometida» no solo por parte de los Israelitas sino por todos los hombres que se preocupan de encontrarse con Dios.
Cuántos santos sintieron, como una vocación en los caminos de su santidad, la necesidad de peregrinar por los «santos lugares»; los cruzados hicieron de su lucha por la «Tierra Santa» la más gloriosa epopeya de su vida y todos los hombres, con más o menos entusiasmo, hemos sido peregrinos espirituales de aquel suelo, desde que de niños oíamos los relatos inmortales de la historia sagrada y sobre todo la vida de Jesús, que tuvieron por escenario aquellos dichosos paisajes Palestinenses.
Palestina es la Patria de la Biblia. Los libros sagrados no los podemos leer sin respirar el ambiente de aquellos hombres que los vieron y escribieron. Sobre todo los cuatro Evangelios que nos conservan las primitivas catequesis del Cristianismo, al transmitirnos el mensaje espiritual del Hijo de Dios, transpiran al mismo tiempo la nostalgia de aquella Palestina en cuyas realidades concretas la divina pedagogía de Jesús encontró las mejores comparaciones para sus enseñanzas celestiales.
Todas estas consideraciones aletean el espíritu del cristiano, y sobre todo del sacerdote, que con fe emprende aquel camiNo.
Yo también tuve esa dicha. Era el 15 de marzo, se acercaba la semana santa, desde la pintoresca Venecia que ha visto partir tantos peregrinos y cruzados para aquellas tierras de Dios, salía del barco «Mesapia», llevando peregrinos cristianos y judíos, pues también muchos de estos iban a Jerusalén a celebrar la pascua.
Al día siguiente tocamos Brindis, histórico puerto del sur de Italia. Dos columnas milenarias junto al mar, indican el término de la famosa «Vía Appia», que probablemente recorrió San Pablo cuando prisionero del Cesar fue traído de Palestina a Roma. Una lápida de mármol recuerda otra gloria de allí, junto al mar, está la casa donde murió Virgilio, el dulce poeta.
Siglos y siglos han ido amontonando recuerdos de fe, de cultura y de heroísmo en estos mares que comenzamos a surcar hacia el Oriente. Vimos el famoso mar de Lepanto y su castillo donde la Virgen del Rosario patrocinó la victoria del cristianismo contra los musulmanes. Pasamos cerca de Corinto que inmortalizó San Pablo con sus dos epístolas. Sobre todo fue inolvidable la visita del Pireo y Atenas, el bullicio de sus dos millones de habitantes no acallan el grito imponente de aquella cultura griega, cuyos recuerdos se refugian principalmente entre los mármoles ruinosos de la Acrópolis. Cuántas generaciones han admirado aquí el genio inmortal de Grecia! Sin embargo, más que aquellas ruinas admirables, me emocionó la desnuda roca donde se levantaba el Areópago. Con razón subía en aquellos un anciano peregrino de rodillas y besando la piedra, es que allí resonó frente a los sablos de Atenas; la elocuencia de San Pablo con aquellas palabras que nos conserva la Biblia: «Varones atenienses, considerando atentamente vuestros monumentos sagrados, me encontraré también con una ara, en la cual se leía esta Inscripción «al Dios desconocido». Lo que, pues, sin conocerlo veneráis, esto os anuncio yo. El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay… (Hechos 17,22 ss.)
Seguimos cruzando todo aquel archipiélago que fue santificado por las correrías del incasable apóstol de los gentiles. Celebramos el día de San José frente a Chipre. Y en la inolvidable mañana del 20 de Marzo, el barco anclaba en Jaifa, el moderno puerto Judío que tiene el privilegio de reclinarse en las pintorescas faldas del monte Carmelo…
De rodillas en la cubierta del barco y más tarde a los pies de la Virgen del Carmen, el peregrino canta emocionado su acción de gracias por haber tenido la dicha de llegar a la «Tierra Prometida». «Este país montañoso y alto donde pueden faltar las delicias del siglo, pero donde abundan las delicias del espíritu» (epistolario de San Jerónimo, 46)
(continuará).

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