O.A.R.
Hasta en este detalle me apareció la Virgen precursora de Dios. Las emociones del peregrino que llega por el puerto de Jaifa a la tierra Santa, comienzan por la alegría de conocer el monte Carmelo que en el cristianismo ha venido a ser un símbolo de la Virgen.
Es pintoresca la bahía de San Juan de Acre que conoció tantas glorias de las Cruzadas, es interesante el nuevo puerto judío de Jaifa con su población de 150,000 habitantes. Pero ni los encantos de la histórica bahía, ni l curiosidad de aquel primer puerto oriental, roban tanto la atención del peregrino, como aquella colina santa del Carmelo que se yergue a tres kilómetros del puerto y con su lujuriante vegetación, justifica su nombre de origen hebreo: Carmelo quiere decir Jardín.
La cadena del Carmelo se extiende noroeste a suroeste por 25 kilómetros de largo por 6 a 8 de ancho, alcanzando altura de 500 metros.
El extremo noroeste cae majestuoso sobre el mar después de formar el propio promontorio del Carmelo, mientras el extremo suroeste domina sobre la vasta llanura de Esdrelón, por la que corre desde el pie del Carmelo el famoso torrente Cisson mencionado en los salmos y que un día se tiñó con la sangre de los falsos profetas de Baal. La visata que ofrece esta montaña de la Virgen, desde el convento de las carmelitas, es inolvidable: a Norte la enorme corona de los montes de Galilea se va elevando hasta la imponente cumbre nevada del Gran Hermón, mientras al Occidente y al Sur el profundo azul del mar mediterráneo y la ancha costa cuida sagrados recuerdos de cruzados y peregrinos.
Quizá porque Dios reservaba esta montaña florida para ser un símbolo de su Santísima Madre, inspiró en ella la poesía del cantar de los cantares que comparó con el Carmelo la esbelta cabeza de la esposa: «tu cabeza se yergue como el Carmelo» (Cant. 7,5), y enardeció al profeta Isaías que comparaba la futura grandeza espiritual de Israel con este monte exuberante: «le ha sido dado la gloria del Líbano y la magnificencia del Carmelo y de Sarón». (Is. 36, 2).
También aletean en esta cumbre como prendas de bendición, los nombres de dos grandes profetas de Israel, fue aquí donde se desarrolló aquella interesante lucha del profeta Elías cuando defendiendo los derechos del verdadero Dios hizo llover fuego del cielo…y vio surgir del mar la nubecilla que se convirtió en lluvia fecunda sobre las secas tierras (1 Reyes 18). También fue testigo esta cumbre de aquel conmovedor encuentro de la desolada madre Sunamita con el profeta Eliseo para pedirle la resurrección de su hijo (2 Reyes 4)
Todos estos recuerdos bíblicos y otros paganos prueban la veneración que los hombres de todos los tiempos sintieron por la belleza mística de esta montaña del Crmalo. No es extraño que cuando el cristianismo florecía ya en estas cosas, el Carmelo se ofreció como mística avanzada hacia el cielo para las almas deseosas de soledad y contemplación.
En efecto una tradición quiere empalmar la actual orden carmelitana con la vida religiosa que allí hizo florecer el profeta Elías, lo cierto es que desde la edad media el hombre del Carmelo corre por el mundo entre olores de nardo como símbolo de la Virgen, porque floreció en aquella montaña una familia de almas dedicadas a santificarse bajo la protección. Y bajo aquel hábito y aquel nombre florecieron santos de talla de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz, de Santa Teresita del niño Jesús, etc.
Uno de aquellos monjes, el Inglés Simón Stock, recibió el famoso escapulario del Carmen que la Virgen trajo del cielo como «una señal de salvación, una salvaguarda en los peligros y una prenda de paz y protección sempiterna».
Bajo la mirada de la Virgen del Monte Carmelo, en aquella gruta rústica donde vivió el profeta Elías, tuve la dicha de celebrar mi primera misa en tierra Santa. Y así consideré a la Virgen como mi introductora en la Tierra de Dios.