CANA DE GALILEA
¿Qué tiene Nazareth que apenas se conoce se pega en el corazón? Y al decirle adiós el peregrino siente como si dejara su propio hogar? Será que Jesús hace sentir con esta nostalgia imprevista que somos sus hermanos, y que esta «su ciudad nutriz», y tierra de su Santísima Madre hemos de sentirla como nuestro propio hogar, nuestro solar de familia, anticipación deliciosa de la convivencia eterna del cielo?
Era en diáfana mañana cuando salíamos hacia Tabor por la carretera del noroeste. Pero antes de saborear los recuerdos de la transfiguración, el camino saturado de recuerdos evangélicos ofrece otras emociones exquisitas. Por de pronto hemos subido a la cima de El- Chanuk desde donde se disfruta una encantadora vista panorámica de Nazareth y sus alrededores. Qué magnífica composición del lugar para meditar desde esta cumbre con San Ignacio el misterio de la Encarnación del Verbo: arriba, ese diáfano cielo de Galilea parece un balcón de Dios para contemplar la miseria del hombre que urge redimir…abajo, comenzando desde esta llanura del Estrelón por donde pasaron comerciantes, guerreros, artistas, y todo el bullicio de los Imperios de Egipto, Mesopotamia, Roma, la inmensa extensión del mundo donde los hombres se preocupan de todo, menos de su desgracia espiritual…!
Y allí, apartado como en un retiro espiritual, la «Flor de Galilea», Nazareth, donde la oración de la Virgen logró el prodigio de juntar la misericordia de Dios con la miseria de la humanidad…
Unos tres kilómetros al occidente queda Jafa, la antigua Laphia, que la tradición venera como patria de dos discípulos predilectos: Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo. Dominando el pueblo de 1430 habitantes (la mitad musulmanes) se levanta la iglesia dedicada al apóstol Santiago.
Hacia el norte está otro caserío Saffuryeh, la antigua Sepphoris en griego, y Sippuri en hebreo, donde una simpática tradición asegura que allí nació Santa Ana, la dichosa madre de la Virgen. La Biblia no menciona este pueblito, pero cierto es que un siglo antes de Cristo tenía alguna importancia y que con el cristianismo floreció allí la vida religiosa de la que quedan algunos vestigios. También los cruzados amaron este rincón pues sus sabrosas aguas saciaron la sed de sus ejércitos muchas veces.
Sigue la carretera enhebrando recuerdos sagrados. Allá a la izquierda se ve otra población. Es Mesched, la antigua Gath-Hepher (Jos. 19,13,2 Reyes 14, 25); esta es la patria del profeta Jonás. Los musulmanes aseguran que en su mezquita guardan la tumba de este simpático personaje que simbolizó la resurrección de Cristo al salir vivo después de tres días del vientre de la ballena.
Caná de galilea…Pero la emoción de este camino crece aún más cuando el guía de los peregrinos se detiene junto a una fuente abundante a las orillas de Zafra Kenna. Estamos en Caná de Galilea y las aguas probablemente fueron las que llenaron las ánforas que Jesús convirtió en vino, el milagro que con pintoresco estilo narra el capítulo 2 del Evangelio de San Juan: «Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea y estaba allí la Madre de Jesús. Fueron también invitados a las bodas Jesús y sus discípulos…» Me imagino a San Juan soñando en este pueblito acogedor cuando escribía este relato.
Estamos a 8 kilómetros de Nazareth, y esta proximidad explica bien la presencia de la Virgen. Para ayudar aquella gente que talvez era de su misma familia. Esta misma vecindad es una explicación sicológica del desprecio con que Natanael se expresión de sus vecinos nazarenos: acaso puede salir algo bueno de Nazareth?
De aquí era Natanael, más conocido con el nombre de San Bartolomé. Al extremo norte de Caná sus paisanos le han dedicado una iglesia al que por su sinceridad Jesús llamó «buen israelita en quien no hay engaño».
«Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas», le había dicho a Natanael su amigo Felipe.
Puede acaso salir algo bueno de Nazareth? Contestó despectivo Natanael. Ven a ver…» insistió Felipe. Y entonces el buen israelita sorprendido en los mismos secretos de su espíritu por Jesús que conoce los corazones de quienes se acercan, cayó vencido por la grandeza moral de aquel Nazareno: «Maestro le dijo, Tú eres Hijo de Dios, tú eres Rey de Israel».
Pero más espléndida es Caná porque allí fue donde los ruegos de María aceleraron «la hora» de Jesús. El prodigio del agua convertida en vino abrió los ojos a la espléndida teofanía de Jesús que inmortalizó a Caná «allí manifestó su gloria, como concluye San Juan, y creyeron en él sus discípulos».
También el nombre Caná sonará eternamente como eco de bendición sobre los matrimonios y las alegrías cristianas, porque allí santificaron con su real presencia, Jesús y su Madre, la dignidad de la vida conyugal y la licitud de los esparcimientos honestos.
Tales son los pensamientos que se agolpan a la mente al visitar el santuario que conservan los franciscanos en memoria de aquel milagro. La iglesia actual fue construida en 1878 sobre las ruinas de otro santuario del siglo VI. Pero por testimonio de San Jerónimo sabemos que desde muy antes era aquí meta de peregrinos. En la cripta que la piedad imagina la sala de las bodas, se encontró una ánfora de la época judía que da una idea de las que Jesús mandó llenar cuando la Virgen ordenó a los sirvientes: «Haced cuanto El os diga».