El primero de marzo se anunció al Papa Juan XXII que había sido elegido por la «Fundación Balzán» (Institución similar al Premio Nobel) para ser galardonado como el principal artífice del año en pro de la paz mundial. Lo que más emocionó al Papa y a la Iglesia ha sido la unanimidad del beneplácito internacional. Hasta Moscú se mostró satisfecho por tan atinada elección.
Humilde y veraz el Papa comentó este honor ante la prensa: «No se trata ciertamente de nuestro apellido, sino del que elegimos para la sucesión de San Pedro. Por ello comprenderéis que estamos obligados a evocar aquí, ante todo, los venerables nombres de nuestros predecesores, por lo menos de los cinco que nos hemos conocido en el curso de nuestra vida. Desde León XIII a Pío XII hay todo un florecer de enseñanzas, de consejos, de acción pastoral y caritativa, que ha preparado este sentimiento universal, tan felizmente manifestado cuando se ha tratado de concedernos el premio de la Fundación Balzán. Se ha rendido homenaje a la constante acción de la Iglesia y del papado en favor de la paz…»
Y es que la preciosa herencia de Cristo, «Mi paz os dejo», ha hecho de la Iglesia una auténtica misionera de la paz. Su soberanía en este campo la coloca en árbitro neutral de las disputas internacionales. Pero su neutralidad no es pasiva, como quien observa y calla. Al contrario se trata de una neutralidad que reprende abusos, que propaga los principios de la justicia; no solo ha conjurado a los gobiernos a evitar los recursos de la justicia; no sólo ha conjurado a los gobiernos a evitar los recursos de las armas; es todo un apostolado para formar hombres de paz, que tengan pensamientos, corazón y manos pacíficas. La paz de la Iglesia no es la paz que proclama el comunismo, paz de cementerio porque solo anhela muertos bajo sus caprichos; es la paz de iniciativa, de respeto a la personalidad humana, a la familia, a la colectividad. La paz cristiana-comentaba el mismo Papa «está enraizada en las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad; afirmándose y difundiéndose por el ejercicio generoso y voluntario de la prudencia y justicia, fortaleza y templanza».
Que el honor de nuestra religión al ver a su Jefe Supremo aplaudido por el mundo como campeón de la paz, despierte en cada católico el propósito de ser también en el alcance de sus posibilidades, un artífice de la verdadera paz.