«Vuelve otra vez el día en que tus ruegos detuvieron los ímpetus del fuego y dibujaron una Palma en el cielo como alianza de protección», dice la liturgia migueleña este día, recordando aquel 21 de septiembre de 1787 en que el pánico apiñó a los migueleños en torno de la virgen de la Paz en la puerta mayor del templo parroquial frente al chaparrastique hambriento de destrucción.
El clero y las autoridades civiles de entonces juraron aquel día de gratitud y fidelidad a la salvadora de San Miguel. Catedral ha estado cumpliendo con fervor aquel voto de nuestros abuelos que se torna alegría pueblerina en nuestras típicas «entradas de la Virgen» de estos atardeceres de septiembre.
Pero es justo reclamar a los herederos de aquellos poderes civiles el cumplimiento de los compromisos jurados ante la patrona del pueblo, porque San Miguel parece que se va encaminando, hacia una apostasía de su devoción a la virgen de la Paz. El Comité central de las fiestas patronales novembrinas va logrando un lamentable triunfo: apartar la atención de nuestra fiesta máxima hacia otra cosa que no es su centro natural. Las fiestas de la Reina han sido profanadas al sustituirlas con otro atractivo que en este caso suela a apostasía. El «carnaval» que podría estar bien en otra ocasión, es en la fiesta de la Reina un bofetón al cariño de la Virgen de la Paz. Y esta apostasía duele en el alma porque toca lo más delicado de nuestros valores y porque es perpetrada por quienes debían cuidar mejor los tesoros del espíritu migueleño. No merecía la salvadora de San Miguel que así le volviera las espaldas San Miguel. Todavía es tiempo de rectificaciones nobles y que quienes heredaron las promesas cargadas de angustia de aquel 21 de septiembre, sientan la responsabilidad de permanecer agradecidos y fieles a la más grande benefactora del pueblo.
En esta hora de decisiones aquí está la Reina de la Paz como señal de contradicción que divide al pueblo migueleño en los dos bandos de la fidelidad y de la apostasía.