Pronunciada por el P. Romero
ante los funerales del Ing. René García Prieto.
Todo el dolor y la esperanza del Evangelio que se acaba de proclamar, se pone en sublime sintonía con el dolor y la esperanza que llena este momento la catedral de San Miguel. El hogar de Lázaro no es sólo la familia de Don René G. Prieto. Pocas veces se ve, como en esta ocasión, tan identificadas en la angustia y en las lágrimas la familia de la carne y de la sangre con la familia de la fe y del espíritu. Juntas las dos familias parecen expresar la fraternal angustia de Marta que casi parece un reprocha explicable por el dolor: «Señor, si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano!
Nos parece imposible que Dios lo haya permitido. Lo sentimos tan indispensable como en Betania dejó de sentir el terrible vació de la muerte de Lázaro. Muere precisamente en esta hora de primavera de la Iglesia y de la Diócesis. En esta hora que definió Pablo VI como la hora de la siembra cuando el Concilio ha terminado la labor del arado que remueve la tierra; muere cuando nuevas energías espirituales afloran en la vida de nuestra Diócesis…muere uno de los mejores obreros de nuestra renovación eclesial….El misterio que nos deja estupefactos y nos parece como a Marta en su dolor que Jesús no ha estado aquí.
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Sería superfluo enumerar méritos y acciones que ya han sido aquilatadas por la justicia y la misericordia divinas. Sería superfluo porque no podríamos abarcar con la escasa mirada humana el alcance del esta vida que todos los días saludaba la mañana ofreciéndose al servicio del Señor. Qué de afanes en la obra del seminario, de la evangelización del campesinado y del estudiantado; que de trabajo, muchos anónimos, en los inmensos campos y caminos de Cáritas diocesana y nacional. Que de entrega y servicio, de ilusión y caridad en aquella providencial «Escuela de espiritualidad» como llamó Paulo VI a los «Cursillos de Cristiandad» que encarnaron en nuestro hermano René toda la mística y todo el fuego y por tanto también toda la odiosidad y toda la crítica que necesariamente sigue a quienes como los apóstoles «van contentos de padecer algo por el hombre de Jesús»
Sería superflua y contradictoria esta enumeración porque, a pesar de su poco tiempo de esfuerzo ascético y a pesar de las necesarias imperfecciones humanas, quienes conocimos no solo las apariencias exteriores de aquel carácter impetuoso y dominante, sino también la intimidad de su alma y de sus intensiones y la sinceridad de sus esfuerzos, podemos asegurar que este querido «converso» libró una lucha decisiva por la humildad y estamos seguros de que nada le repugnaría tanto como el querer tejer un panegírico en su honor.
Si ahora me he atrevido a dirigir mi mirada y vuestra amable atención a estos campos apostólicos regados con sus sudores y sus preocupaciones, es porque pesa sobre mis modestas palabras el inmenso honor de expresa, en nombre de mis queridos Prelados, la gratitud sincera de la Diócesis para un hijo querido de la Iglesia humana y las comodidades de su posición económica, al humilde servicio incondicional del Reino de Dios.
Y también porque la angustia de Bethania por la muerte de Lázaro reflejaba en el hogar de Don René y compartida con sincero corazón por toda la Diócesis, especialmente por Cáritas y Cursillos de Cristiandad, busca y encuentra la respuesta del misterio de esa muerte en la esperanza y en la fe excitada por Cristo frente al sepulcro de Lázaro: «Tu hermano resucitará…Yo soy la resurrección y la vida…¿Crees esto?.
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Monseñor Graziano, que un día de gloria prometió en esta catedral llevar el consuelo de Cristo a los sufrimientos de San Miguel, hizo ayer en la hora de la aflicción este acertado comentario: ojalá sea voluntad del Señor que siga viviendo René…pero si ha de morir, no dudemos que ha de ser porque Dios prepara por esta muerte mayores bienes.
«¿Crees esto? preguntó Jesús. Sea la de aquella familia envuelta en el misterio de la muerte, nuestra respuesta de esperanza y optimismo: Sí, Señor…creemos que tú eres Cristo, el Hijo de Dios viviente. Permítenos sí, llorar porque no se puede decir adiós sin lágrimas a un amigo con quien se compartieron amores, preocupaciones, ideales, sufrimientos…permítenos llorar porque no se puede ver sin angustia quebrantarse una columna de tu templo…sin embargo, creemos, Señor. Creemos que tú podrás convertir la muerte y la eternidad de aquel que un día y otro día te ofrecía la vida para tu servicio, en victoria de nuestra fe, en triunfo de tu reiNo.
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Concédele pues Señor el eterno descanso y que la claridad de la gloria eterna ilumine su alma y nuestro camino en pos de él. Descanse en paz.