-Apuntes del discurso del P. Romero en el acto del Instituto Católico de Oriente dedicado a las madres.
Exaltar a la madre equivale a realizar un acto de culto sagrado, porque solo elevándose a la altura de Dios se puede comprender mejor la sagrada misión de la madre. Así lo expresó con ingenuo lenguaje la chiquilla que dijo: «sí, hay un dios del mundo; pero el Dios de la casa…es mamá».
Precisemos mejor la idea; no diremos que la madre es Dios, pero podemos afirmar que es el reflejo más puro de la bondad divina en el hogar y en el mundo.
La madre refleja a Dios y por eso el amor y la gratitud que le tributamos se eleva a la altura de un culto. La madre es reflejo de Dios y por eso es el único objeto insustituible de nuestros afectos; la indiferencia, la ingratitud, la traición, hacen cambiar los personajes de los afectos humanos; pero hay un personaje insustituible, irremplazable, inmutable: la madre es única y nunca pasa.
La madre se parece a Dios también en lo indefinible de su ser; no hay palabra en ningún lenguaje que exprese en toda su plenitud esa mutua corriente de afectos entre la madre y los hijos; es tan indefinible lo que significa tener una madre, que nadie sería capaz de hacer comprender un huérfano lo que le falta. Y es porque la madre se siente, se vive, pero es imposible definirla. Victor Hugo, que tenía muchas cuerdas en su lira, no supo decir de la madre más que esta expresión al querer definir a la madre: ¿Mi madre…era mi madre!».
Sin embargo tratemos de acercarnos a la madre para exaltarla más que para definirla. Entablemos con respeto una triple analogía de la Madre con Dios. Pues si ella es el dulce reflejo de la bondad divina debe parecerse mucho a Dios sobre todo en estos tres rasgos:
1.- Es dadora de vida
2.- Es formadora irremplazable de almas
3.- Es milagro de incansable fidelidad
1.- Dadora de vida
Dios y la madre, pueden llamarse así,: dadores de vida, Dios quiere la vida.
Como Dios es amor, se complace en dar la vida. Engendra la vida eternamente dentro de su misterioso ser trinitario: el Padre engendra al Hijo por inteligencia, y el Espíritu Santo procede por amor del padre y el Hijo. También Dios sale de sí mismo para difundir por creación la vida perpetuamente en el universo. Toda la creación da testimonio del fecundo deseo de Dios por dar la vida.
Pero, sublime honor de la madre, cuando Dios quiere crear la vida humana necesite el «si» así como quiso necesitar el «si de la Virgen para revestir a su propio Hijo de vida humana. Aparece así la maternidad como una elevación de la mujer a participar con el Creador en la conservación de la vida humana.
Honor a las mujeres que han comprendido esta sublime misión de fecundidad! Honor a las entrañas que triunfan sobre las intimidaciones cobardes y los placeres egoístas de la carne y los caprichos homicidas que estropean los proyectos del Creador!.
Dios se ofende con esos pecados y las naciones se pierden por esos egoísmos! Honor a las mujeres que, como Dios, quieren la vida y miran en sus hijos numerosos que pueblan sus hogares, las más bellas joyas que las adornan! Como aquella sublime madre de los Gracos, que mientras otras matronas del imperio romano ostentaban la vanidad de sus adornos, se presentó con sus hijos diciendo: Estas son mis joyas!
Con cuánta razón el Concilio en su mensaje a la mujer invoca este poder creador, este «sentido de cuna y amor a las fuentes de la vida» para suplicar a la madre, en nombre de toda una humanidad en peligro de guerra y de muerte, su insustituible y apremiante colaboración: «Reconciliad a los hombres con la vida…velad por el porvenir de nuestra especie. Detened la mano del hombre que en un momento de locura intentase destruir la civilización humana…os está confiada la vida en este momento tan grave de la historia».
2.- Educadora irremplazable
Qué especialidad más bella y honrosa la de la madre: recibir «pequeños» y hacerlos «grandes». Recibir corazones e inteligencias en blanco para escribir en ellos el poema de los amores y de los ideales, llenarlos de fe, de esperanza, de piedad, abrirlos a los horizontes de la belleza, de la bondad, del sacrificio. En una palabra: educarlos !
Lo mejor y más íntimo de nuestras almas lo hemos recibido del influjo de nuestras madres. He aquí unos testimonios famosos sobre el poder pedagógico de la madre; «Dichoso el hombre a quien Dios le dio una madre santa» (La martine). «La virtud pasa fácilmente del corazón de las madres al de los hijos» (El Santo Cura de Aro). «Después de Dios yo debo lo mejor de mi mismo a mi madre…a mí santa madre» (El Cardenal Mercier). Y Juan XXIII cuando felicitó a sus padre en sus bodas de oro les manifestaba que a pesar de haber aprendido tantas cosas desde niño que salió del hogar materno, nada podía sustituir las enseñanzas vivientes de virtudes sencillas aprendidas en su casa.
Por eso el Concilio en sus preocupaciones por la renovación de la humanidad apela también a este poder insustituible de la madre; «Madres, primeras educadoras del género humano en el secreto de los hogares, trasmitid a vuestros hijos y a vuestras hijas las tradiciones de vuestros padres, al mismo tiempo que los preparáis para el porvenir insondable. Acordaos siempre de que una madre pertenece, por sus hijos, a ese porvenir que ella no verá probablemente…» Hacia ese provenir de vuestros hijos ha mirado la Iglesia en el Concilio y como Madre de las almas se vuelve a todas las madres para entregarles esta herencia conciliar: «Mujeres, vosotras que sabéis hacer la verdad dulce, tierna, accesible, dedicaos a hacer penetrar el espíritu del Concilio en las instituciones, las escuelas, los hogares, en la vida de cada día».
3.- Milagro de fidelidad incansable
Es indescriptible esta fortaleza de la madre en el amor y en la protección. El hijo se convierte en toda la razón de ser de su vida. Y todos sabemos que en su corazón hay siempre una puerta abierta para nuestras preocupaciones y alegrías. Los mejores amigos no son tan constantes en la comprensión como lo son las madres a toda hora. Ella no desespera de salvar al que ama. La guerra misma o las peores desgracias no detienen este impulso avasallador de la protección materna. Como aquella madre que imploraba llegar hasta la ambulancia de su hijo moribundo y sentía lo que entre sollozos decía: «La muerte no lo arrancará de mis brazos, dejadme!» o aquella más heroica a quien no se la dejaba pasar al campo enemigo donde se había perdido su hijo: «Allá donde nadie quiere ir a buscarlo, iré yo…Y si me matan, con qué alegría lo encontraré entonces en su tumba conmigo».
Hay un testimonio sublime de este milagro de fidelidad y abnegación. La belleza de la juventud se pierde y las marcas precoces de la vejes le dan un esplendor más bello: porque en cada arruga de su rostro y en cada hebra de plata de su cabello se refleja la sublime entrega de una vida que como Dios es un milagro de fidelidad.
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Madres. Si sois el más puro reflejo de Dios sobre nuestras vidas, mantened siempre limpio y terso el espejo de vuestras almas para que nos deis siempre la luz de la bondad divina.
Hijos. Si nuestras madres reflejan a Dios, que este homenaje y todo el culto de nuestro amor hacia ella, nos acerquen más a Dios.