Más de 300 Obispos firmaron, durante el Concilio Vaticano, una solicitud de condenación explícita del comunismo, que representa uno de los problemas más inquietantes de nuestro tiempo. Pero el ambiente del Concilio no era de anatemas y mejor dio al comunismo una respuesta constructiva en la formidable «Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual», de la cual se ha dicho que «si en los últimos cien años los cristianos hubieran vivido actuando según el espíritu y las normas de esta Constitución, el comunismo no existiría en tierras cristianas, y, el comunismo ateo perdería todo interés para el hombre que piensa y reflexiona». (P. Häring, Vovor el Concilio, p.160)
La Iglesia con valiente humildad reconoce allí las deficiencias humanas de su propio campo, pero firme en su absoluto rechazo del comunismo ateo, invita a «un diálogo prudente y sincero» para «considerar sin prejuicios el Evangelio de Cristo…» porque «todos los hombres, creyentes y no creyentes, debe colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven el común» (n.21)
A la luz de esta breve evocación del Concilio-y para eso la hemos hecho- deben apreciarse cuatro actuaciones audaces del Papa Paulo VI en estos días: La recepción del Sr. Vjekaslov como legado diplomático de la Yugoslavia de Tito, el 22 de diciembre; la audiencia concedida en diciembre a Bruno Pitterman Presidente de la Internacional Socialista al terminar sus reuniones en Roma. La alocución de Epifanía al conmemorar el 20 aniversario del establecimiento de la Jerarquía eclesiástica en China, en que expresó su «deseo de reanudar los contactos con esa porción del pueblo chino». Y la visita, el lunes de esta semana, del Sr. Podgorni Presidente de la Unión Soviética.
Que todo esto esté muy lejos de ser claudicación, conformismo o cobardía y más bien sea un gesto audaz en defensa de la verdad y de la libertad, lo dicen mejor estas palabras del Paulo VI a China: «Nunca renunciamos a la esperanza del restablecimiento e incluso del desarrollo de la religión en esa nación».