Pocas veces la decisión de un hombre comporta tanto sentido de solidaridad como cuanto deposita su voto en unas elecciones auténticamente respetadas y libres.
Por su voto, un hombres «asediado y atacado por un peligroso y turbulento pluralismo de opiniones contradictorias y por incesantes y convincentes propagandas y promesas a veces nada conformes con el recto pensamiento civil y cristiano», tiene que dictar su propio criterio, lo cual significa, por su parte, entregar el timón de la autoridad en las manos que deben gobernarlo.
Un derecho tan decisivo, tan trascendental y por eso tan peligros, debían ser el producto de todo un delicado proceso de educación cívica y política, antes de ser una mina explotada por la demagogia. «Hay que prestar gran atención a la educación cívica y política que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo y sobre todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad política», ha proclamado el Concilio (La Iglesia en el mundo de hoy n.75)
He aquí según esa fuente de moderno humanismo las líneas maestras sobre las que puede construirse una auténtica educación política: fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común; robustecer las convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política, y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos; luchas con integridad moral y prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; consagrarse con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos.
Con cuánta razón se llama allí a la política «arte tan difícil y tan noble»
Quienes ejercen activa o pasivamente ese arte peligroso, deben educarse primero en esas disciplinas del espíritu, so pena de producir o ser cómplices de quienes producen esperpentos, de gobierno tanto más fatales cuanto que con ello comprometen el bien común de la patria.
Porque eso es lo que debe brillar sobre el vaivén de los hombres y partidos de nuestro actual momento nacional: EL BIEN COMÚN, ya que EL BIEN COMÚN debe ser el supremo valor de la sana conciencia política.