«No fue solamente la acendrada piedad de Don Pedro de Alvarado la que, en los albores de la conquista americana, tan altamente os bautizó, sino más que nada la Providencia misma de Dios, dijo Pío XII a los salvadoreños, en su radiomensaje de 1942, al evocar el nombre de nuestra Patria- el mas hermoso que se hubiera podido pensar.
En efecto, la divina figura del Salvador del Mundo, emergiendo entre los arreboles de la transfiguración con un rostro del sol y un ropaje de luz, no se constituye Titular y Patrono de una Patria por la sola piedad de un español que quiso levantar un altar al misterio que desde 1457 extendió del Oriente a la liturgia occidental el Papa Calixto III. Es más bien obra de la providencia de Dios, Fue la Providencia que gobierna los pueblos y señala a los hombres su destino, la que entonces levantó una meta y despertó un estímulo para nuestro propio desarrollo individual y nacional.
Cristo Transfigurado es la más alta proclamación de nuestra grandeza humana y nacional- En realidad «comenta el Concilio- el misterio del hombres solo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado…El que es imagen de Dios invisible es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana, asumida y no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a una dignidad sin igual» (La Iglesia en el mundo, n.22)
En la perfección y dignidad del Salvador Transfigurado…
En la satisfacción y esplendor de aquel ambiente…
En el misterio y patronal de la Transfiguración, hay un reclamo para los salvadoreños y una meta y estímulo para el desarrollo auténtico de nuestra nacionalidad.
Porque, cómo contrastan con tanta perfección y satisfacción, nuestro ambiente de vicio, de desorganización, nuestras insatisfacciones.
En contraste entre los que somos y los que debíamos de ser, está proclamando en esta hora, marcada por el signo del desarrollo de los pueblos, que el Salvador y los salvadoreños conocemos la meta y el camino: CRISTO
Seguirlo es un deber.
Olvidarlo, y mucho más, rechazarlo es suicidarse.