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Págs. 9 y 24 IGLESIA Y ESTADO

Por Monseñor Oscar A. Romero
Obispo Auxiliar de San Salvador

Cuando se clausuraba el Concilio Vaticano II, la Iglesia dirigió un expresivo mensaje a los gobernantes de todas las naciones. En uno de esos conceptuosos párrafos acusa de «sacrilegio» y «suicidio» a los gobiernos que eliminan a Cristo y a su Iglesia.

«Dejad que Cristo ejerza su acción purificante sobre la sociedad pidió el Concilio a los gobernantes. No lo crucifiquéis de nuevo, eso sería sacrilegio porque es Hijo de Dios; sería un suicidio porque es Hijo del Hombre. Y a nosotros sus humildes ministros, dejadnos extender por todas partes, sin trabas, la buena nueva del Evangelio de la paz, que hemos meditado en este Concilio. Vuestros pueblos serán sus primeros beneficiarios porque la Iglesia forma para vosotros ciudades leales, amigos de la paz social y del progreso».

Estaba muy lejos el concilio de pretender con ello privilegios de ninguna clase en favor de su misión. La Iglesia sabe desde sus orígenes que sus apóstoles deben apoyarse «sobre el poder de Dios, el cual muchas veces manifiesta la fuerza del Evangelio en la debilidad de sus testigos». (GS.76), y en aquel mismo Concilio prescribía «que cuantos se consagran al ministerio de la palabra de dios utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza». Más aún, recordó que no había que poner «sus esperanzas en privilegios dados por el poder civil» y renunciar a ellos «cuando conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio».

Si calificó, pues, de sacrilegio y suicidio a la política que elimine el Reino de Cristo, no fue por pretender con una amenaza pueril, ventajas ni privilegios; lo hizo para advertir objetivamente el inmenso bien que desinteresadamente quiere ofrecer a los gobiernos en nombre de Dios.
Entre la comunidad política y la iglesia no debe existir antagonismos ni tampoco subordinación, sino colaboración. «Ambas son autónomas e independientes…Pero ambas están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Y este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas. El hombre en efecto no se limita al solo horizonte temporal sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna (GS. ib).

La Iglesia pues, tiende al gobierno su mano con franqueza y con espíritu de colaboración. El gobierno debe también tender su mano con franco sentido de cooperación. No se trata de dos partidos de oposición. Ni el oportunismo ni la venganza, ni el servilismo ni el capricho deben inspirar entre los dos falsas posturas o distanciamientos.

Por encima de todos los considerados baratos, está la suprema exigencia del bien común de la nación y de la vocación integral de los hombres.

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