Las guerras sangrientas que tienen lugar en distintas regiones de la tierra, conmueven profundamente los corazones de todos los seres humanos que no han perdido la sensibilidad y el amor a sus semejantes, sin distinciones raciales, sociales, ideológicas o religiosas. Pero hay una guerra sorda, inconsciente, cruel y sanguinaria, igualmente eficaz en víctimas destructoras de bienes y segadoras de vidas, un nuevo método de matar, que alguien ha llamado la «guerra del tráfico».
Esta matanza humana inútil e incomprensible acaba de ser denunciada nuevamente por el Papa Pablo VI: «El hombre mata aún a su hermano, no sólo con estallidos de guerra en el mundo, sino también en las carreteras, cuando deja de observar estrictamente las leyes de tráfico». El problema se agrava -señaló el Santo Padre – cuando corre peligro la vida, mediante «el desafío abierto de la ley, la temeridad y la inmadurez psicológica y moral». Semejante conducta demuestra una falta de dominio de si mismo y constituye un síntoma de la degradación y la vulgaridad que caracterizan algunos aspectos de la vida moderna.
El tráfico es hoy una actividad humana que nos envuelve a todos, conductores y peatones. Ya no es simplemente un problema de circulación sino que una cuestión moral, un problema social de insospechada gravedad, un peligro real que acecha a la vida humana, creando en el ambiente un verdadero estado de ansiedad y una creciente sensación de inseguridad. Así lo proclamó el Papa en su reciente alusión al Automóvil Club: «consideramos nuestro deber subrayar los aspectos éticos de esta cuestión que afecta a los individuos y a la sociedad ante los hombres y ante Dios. Este es un problema moral grave.
La obligación de respetar la vida y la integridad de los demás no se reduce al cuidado de no causarles daño con actos plenamente voluntarios.
Al cometer infracciones concretamente señaladas en las leyes y cuando no se practican las precauciones necesarias para evitar los accidentes, hay ciertamente un grado de culpabilidad aunque sea indirecta.
Las tragedias producidas por el tráfico no son necesariamente un fenómeno fatal e inevitable, especialmente en la exagerada proporción en que actualmente se producen. Son muchos los riesgos que pueden suprimirse, para disminuir el terrible tributo de víctimas que va aumentando continuamente con el crecimiento progresivo de vehículos y velocidades.
Algunas veces los accidentes son una desgracia involuntaria e inevitable. Pero en muchos caos, los daños se deben a negligencia del conductor, a temeridad del peatón, a exceso de velocidad, a falta de prudencia, a infracción del reglamento. Hay que recordar el importantes principio moral de que la responsabilidad no solamente abarca los actos directamente voluntarios, sino que también los que se cometen en forma indirecta porque no se ponen los medios para evitar los posibles daños.
Es urgente reaccionar contra este nuevo método de matar, dándole al tráfico una dimensión social y humana. Las autoridades, los periodistas, los sacerdotes, los maestros, y especialmente los padres de familia, deben inculcar un sentido de responsabilidad, alertando a todas las conciencias contra esa guerra del tráfico, que diariamente causa daños personales y materiales, emprendiendo con urgencia campañas periódicas de seguridad, de cortesía, de amistad, de compañerismos, de fraternidad y de respeto a la dignidad de la persona humana.