Quiero comenzar agradeciendo a José Antonio Rosas la invitación que me ha hecho para participar en el Seminario Internacional “Santidad en el Siglo XX”, el cual tiene como objetivo presentar la vida de cristianos ejemplares que vivieron en el siglo XX, que muestren distintos rostros y expresiones de la santidad vividas en distintas facetas de la vida, presentados por personas que los conocieron directamente.
“Todos los discípulos de Cristo estamos invitados a la santidad (Mt 5, 48), y todos, justificados por el bautismo, hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina. Por tanto, mientras conservamos la amistad con Dios, somos verdaderos santos. Todos bebemos en la misma fuente de santidad. En sentido ontológico, no hay diferencia entre la santidad del cristiano mediocre y la santidad del cristiano que practica las virtudes en grado heroico y está íntimamente unido a Cristo. Existe, sin embargo, una diferencia de grado, de crecimiento, de intensidad en la unión con Cristo, como existe una diferencia de intensidad en cualquier tipo de amistad. La santidad no es otra cosa que la unión con Dios. Cuanto más íntima sea esa unión, mayor será el grado de santidad de la persona. Los santos son los gigantes de la santidad. El cristiano común que no alcanza una íntima unión con Cristo es un santo pequeño, un santo enano, que no ha crecido lo suficiente, que no ha pasado los límites de la mediocridad.”
De alguna manera debo agradecer a los detractores de Monseñor Romero y a la euforia de quienes lo aman, el haberme ayudado a interiorizar su martirio y a comprender que, aunque entre las disposiciones antecedentes al martirio no son requeridas la santidad y las virtudes heroicas durante la vida del siervo de Dios, ese martirio en él, es la plenitud de una vida santa; quiero decir que Dios eligió a Monseñor Romero para su misión martirial porque encontró en él, a un hombre con experiencia de Dios o dicho con palabras del evangelio, “encontró a Óscar, lleno de gracia”. Y seguramente así encontró también a Rutilio Grande el 12 de marso de 1977 en el camino hacia El Paisnal, porque “el martirio es un don que Dios concede a pocos de sus hijos, para que llegue a hacerse semejante a su Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a él en el derramamiento de su sangre como un acto sublime de amor. Es por ello por lo que la más grande apología del cristianismo es la que da un mártir como máximo testimonio de amor.
Yo ingresé al Seminario Menor San José de la Montaña en San Salvador, El Salvador, el 15 de enero de 1968 y en el vestíbulo del edificio, ahí estaba él, el Padre Rutilio Grande. Yo solo tenía casi los 15 años y me impresionó verlo ahí, de pie recibiendo a los alumnos de nuevo ingreso, era un hombre alto y espigado, con una sonrisa dibujada en el rostro, una sonrisa de esas que brotan desde lo más profundo de un corazón que conoce y ama a Dios, de esas sonrisas propias de los santos, de esas que muestran el amor de Dios, como aquella primera sonrisa del Papa Juan Pablo I que cautivo al mundo en 1978. Ya en la vida del Seminario supe que él era el Prefecto de Estudios y de Disciplina, que tenía que lidiar con aproximadamente ciento cincuenta estudiantes del seminario menor que llenos de energías corríamos, gritábamos e intentábamos estudiar bajo la seria tutela de San Ignacio de Loyola y de los Padres Jesuitas, quienes nos formaban con entrega generosa y cuyas vidas motivaban a desear llegar al sacerdocio. Que vidas las de aquellos Jesuitas, con solo verlos nos sentíamos retados a ser como ellos: por su vida de oración, sus penitencias, sus ayunos, sus cilicios y sus exigencias para que intentáramos volar al cielo como las águilas que en el frente del Seminario continúan estando para provocar al vuelo.
Después de terminar la educación media en el Seminario Menor tuve que salir del país y me fui a estudiar al Seminario Mayor Nuestra Señora de La Asunción en la ciudad de Guatemala y, entonces, perdí la ruta del Padre Rutilio Grande. Por tal razón, quiero expresar que todo lo que a continuación voy a relatar lo he conocido como Vice postulador Diocesano de la Causa de Canonización del Padre Rutilio Grande SJ y de sus Compañeros Mártires, pero con la certeza de su santidad y de su martirio.
El Padre Rutilio Grande García SJ, Sacerdote Jesuita, -el protomártir salvadoreño- nació el 5 de julio de 1928 en una pequeña población de Aguilares llamada El Paisnal, Departamento de San Salvador. Fue su padre, el señor Salvador Grande y su madre, Cristina García. Tuvo tres hermanos: Luis, José, y Mario; y una hermana: Cristina, entre los cuales le correspondió ser el menor. Con apenas cuatro años, quedó al cuidado principalmente de su abuela, quien no solo se encargó de prodigarle los cuidados necesarios, sino también las bases de su espíritu piadoso y su vocación al sacerdocio.
Ingresó al Seminario San José de la Montaña en 1941, con la ayuda de Dios y el apoyo de Monseñor Luis Chávez y González, al que conoció a muy temprana edad; y por quien siempre sintió un gran aprecio. Cuatro años más tarde descubrió su vocación jesuita e ingresó a la Compañía de Jesús; recibiendo su ordenación sacerdotal en Oña, España en 1959. A su regreso al país colaboró en el Seminario San José de la Montaña en la formación de los futuros sacerdotes que atendería a la grey salvadoreña, hasta 1970. En 1972 fue nombrado Párroco de la Parroquia El Señor de las Misericordias en Aguilares. Como pescador experimentado, pescó hombres para el sacerdocio, mientras permaneció en el Seminario. Tomada la posesión de su Parroquia, pescó hombres y mujeres que se convertirían en sal y levadura del pueblo salvadoreño. ¡Pesca milagrosa que le conduciría al martirio!
Aproximadamente a las cinco de la tarde del 12 de marzo de 1977, ocurrió su muerte en la cruz. No estaba sólo. Junto a él murieron dos mártires: Don Manuel Solórzano, de setenta y dos años; y Nelson Rutilio Lemus, de quince años. El Padre Rutilio se dirigía a celebrar la misa para continuar la novena a San José en El Paisnal. Nunca llegó. En el camino fueron emboscados y su carro ametrallado brutalmente como si se tratara de un malhechor.
En el seminario menor los Padre Jesuitas nos hacían leer las vidas de los santos y leerlas era emocionante, pero crecí con la sensación que era tan difícil alcanzar la perfección de los santos. Me encantaba San Ignacio de Loyola, San Francisco de Asís, San Bernardo de Claraval, pero aquello me parecía una empresa muy difícil de alcanzar. Me parecía que todos ellos eran perfectos y que no cabía en sus vidas la imperfección ni el pecado. Por eso, cuando comencé en Roma en el mes noviembre de 1988 a prepararme como Postulador Diocesano de la Causa de Canonización de Monseñor Óscar Romero, mi sorpresa fue que todo partía de la humanidad de los santos, eran hombre que cargando sus propias imperfecciones y pecados tuvieron un encuentro personal con Jesucristo vivo, el cual cambió sus vidas para siempre. Y descubrir esto me llenó de esperanza, y me ayudó a comprender el camino del Padre Rutilio Grande hacia la santidad y el martirio cargando sus crisis personales con la ayuda de la gracia y sabiendo que Jesucristo, el Buen Pastor, combatía junto a él sus batallas y caminaba con él su historia.
Después de la separación de sus padres, Rutilio quedó al cuidado de su abuela Francisca, que, según sus palabras, fue una segunda madre, ya que no conocí a mamá. De acuerdo con su testimonio, la abuela era una mujer muy religiosa, o “rezadora”, en lenguaje popular. A ella le atribuyó los fundamentos de su piedad y de su vocación sacerdotal. Ella le enseñó a rezar al levantarse y antes de acostarse. Los dos rezaban juntos el rosario por la noche. A los siete años, Rutilio ya sabía bien las oraciones de la abuela y estaba familiarizado con el culto, porque ella era la encargada de la limpieza del templo de El Paisnal y él la acompañaba en sus tareas. El haber estado confiado a los cuidados de su abuela produjeron en Rutilio, por un lado, la influencia de una fuerte piedad tradicional y, por el otro, una timidez e inseguridad que algunas veces llegaron a causarle momentos de angustia y de depresión.
Inició sus estudios de primaria en la escuela pública de El Paisnal. En la escuela, tenía un carácter bastante retraído, no era como los demás niños que corrían y saltaban y hacían mucho ruido. De costumbre, Rutilio permanecía casi siempre en el aula, a la hora del recreo. Rutilio inició sus estudios de secundaria en el Seminario Central San José de la Montaña de San Salvador en el año de 1941. Los sacerdotes de la Compañía de Jesús eran los encargados de la formación de los seminaristas en el Seminario Central. La vida en el seminario no era muy complicada, prácticamente se estructuraba dentro de tres tareas vitales: la oración, el estudio y la disciplina. Cada jornada estaba organizada para favorecer el estudio. Los ejercicios espirituales ignacianos le hicieron mucho bien para su vida espiritual.
Su carácter no lo limitó en sus buenas relaciones con los compañeros de Seminario, tampoco los deficientes estudios primarios dificultaron sus estudios superiores. Su promedio de notas era muy aceptable, como el de la mayoría de los alumnos, todo con normalidad. Más adelante, Rutilio daría un giro muy importante en su vida, al pedir permiso a su querido amigo el Arzobispo Chávez y González, para ingresar en las filas de la Compañía de Jesús. Rutilio sentía vocación para ser jesuita. Sentía vocación para ser misionero, si posible, ir a misionar a China o a tierras lejanas de infieles. Su vida con los jesuitas da inicio en el noviciado, en Caracas, Venezuela.
“Rutilio fue una persona débil e incluso enferma. De acuerdo con la documentación existente, padeció dos crisis nerviosas serias en sus años de formación. Probablemente, esas crisis están relacionadas con la alimentación inadecuada durante la infancia, ocasionada por la pobreza, y con la desintegración del núcleo familiar, de lo cual solo hay indicios en la documentación disponible. El mismo Rutilio atribuyó su mala salud a la desnutrición, a la austeridad de su vida y a la excesiva presión espiritual. Siempre fue de constitución débil, de cuerpo delgado y frágil. Al comienzo, esperaba que su cuerpo se robusteciera con los años, pero eso no sucedió. Al final de su vida, padeció diabetes, enfermedad que limitó su actividad apostólica.
“La primera crisis nerviosa ocurrió en Panamá entre mediados de mayo y mediados de junio de 1950. El Padre Viceprovincial, de visita en el colegio, lo encontró inmóvil, pero de pronto comenzó a hablar incoherencias, mientras elevaba progresivamente el tono de la voz, hasta que lo calló con una cachetadas. El psiquiatra que lo atendió en la clínica donde fue internado diagnosticó esquizofrenia catatónica, con buenas probabilidades de recuperación. En efecto, Rutilio reaccionó bien al tratamiento. Su antiguo padre espiritual del seminario menor, Garrido, atribuyó la crisis a “que fue apartado de los estudios de humanidades al magisterio en el colegio de Panamá, ahí por su excesiva diligencia en satisfacer a todas las personas, abrumado por el trabajo, se debilitó en lo que se refiere a la mente… Reconocer esta limitación no fue un problema, ya que en la oración encontró fuerzas para “tomar las cosas con mucha paz, método y oración”…, de todas maneras, llevaba “una pequeña cruz, por no decir grande…, para cultivar la humildad y la conformidad con la voluntad de Dios. Él así lo ha querido, bendito sea para siempre”. Reflexionando acerca de la debilidad de su sistema nervioso escribe: “Es mi cruz. Con eso cuento, pero confío perfectamente que triunfaré, con la ayuda de Dios, de todas las dificultades”.
“La segunda crisis: la duda sobre la validez de las órdenes. Al comenzar la teología, Rutilio estuvo de nuevo en tratamiento médico. “Mientras duren los estudios andaré con estos achaques”. Presumiblemente, los tres años transcurrieron de modo similar a los anteriores de filosofía. No obstante Rutilio llegó turbado a las órdenes mayores. “El estado de mi sistema nervioso era deplorable y yo hubiera querido diferir, por algún tiempo, las órdenes mayores antes de acercarme a recibirlas en aquellas circunstancias, pues tenía y con razón, quedarme con alguna turbación para el resto de mi vida”. Pero el Rector de Oña y el padre Zalba lo disuadieron, al no encontrar razón suficiente para ello.
“Luego hubo dudas sobre su sacerdocio relacionadas con las órdenes mayores también, pero aprendió a vivir en la debilidad. Rutilio era conocido por la fragilidad de su salud, la cual limitaba sus capacidades humanas y apostólicas… La combinación de un deseo desmesurado por la excelencia y la perfección con una escrupulosidad compulsiva y obsesiva lo hizo pasar por épocas de insatisfacción y zozobra. El deseo de quedar bien con todos, el extremo cuidado con las apariencias y el temor a quedar mal en público y al qué dirán, sobre todo en situaciones difíciles, le provocaban inseguridad, nerviosismo y angustia, que lo agotaban y lo sumían en crisis paralizantes. En estos casos, Rutilio se aislaba físicamente de su entorno, guardaba silencio, se mostraba indiferente y aparecía preocupado y cansado. En algunos de los momentos más oscuros, se planteó incluso la vocación sacerdotal.
Pero Rutilio aprendió a aceptar sus debilidades y limitaciones y a aceptarse a sí mismo, en los ejercicios espirituales finales de 1966 pidió a Dios “la aceptación de sí mismo tal como era, porque es voluntad clarísima de Dios”. Y en consecuencia se propuso no caer en la pusilanimidad, ni en la cobardía, sino trabajar porque las cosas que tengo entre manos resulten lo mejor posible porque Dios así lo quiere. No debía temer el fracaso, ni a una vida en la oscuridad. Por lo tanto, prometió no ser perfeccionista, sino aprender a nadar nadando. El abandono de sus inseguridades, de sus temores y de sus debilidades lo dejaba sin defensa ante Jesucristo, “en definitiva, lo único que queda”. Al llegar a este punto, solo podía abandonarse confiado en las manos del Padre de Jesús, aun cuando pudiera fracasar y ser criticado o reprobado. Confiando en Dios mi Padre que todo lo dirige para mi bien.”
Ordenado sacerdote en 1959, poco antes del inicio del Concilio Vaticano II. Trabajando en el Seminario San José de la Montaña, Rutilio buscó abrir la formación clásica a las nuevas exigencias eclesiales. Posteriormente en 1963 participó en unos cursos di Lumen vitae en Bruselas y a su regreso vuelve de nuevo al trabajo del Seminario donde estuvo hasta el año de 1970.
“La salida del seminario desubicó a Rutilio. Aquello que pensó era su vocación, la formación del clero, ya no podía ser. Probablemente, nunca se imaginó a sí mismo en otra obra que no fuera el seminario. Un colegio como el Externado de San José, a donde lo enviaron al salir del seminario, no era una alternativa. Repentinamente, se encontró forzado a buscar otra posibilidad. Sin saberlo en ese momento su vida discurría por causes insospechados para él, pero congruentes con manera de pensar y sentir. Antes de que se cerrara completamente la posibilidad de continuar en el seminario, Rutilio pensó en la conveniencia de hacer un curso en el Instituto de Pastoral Latinoamericano (IPLA), con sede en Quito, Ecuador. Se trataba de una actividad académica completamente con experiencias pastorales, una vida comunitaria intensa, el trabajo en equipo y la celebración litúrgica, donde la experiencia eclesial latinoamericana era vivida intensamente por los participantes. Entre sus compañeros, Rutilio se destacó por su liderazgo, por su profundo sentido pastoral y por la firmeza de su decisión de trabajar con los pobres. Así nace la opción primaria y fundamental de Rutilio, es una especie de declaración de principios, que expresan su compromiso con la liberación de los pobres y su deseo de ser consecuente con su vocación sacerdotal y religiosa. Optó por un trabajo pastoral en equipo, en una zona rural campesina en orden a una promoción integral a partir de la concientización cristiana a partir del evangelio y el magisterio universal y regional de la Iglesia y de la Congregación General XXXII de la Compañía de Jesús y de las Declaraciones de la Viceprovincia Centroamericana posteriores a 1969. Rutilio había hecho una clara opción por los pobres.
“En 1972, [Rutilio] fue nombrado Párroco del Señor de las Misericordias en Aguilares. Pescador experimentado, pescó hombres para el sacerdocio; mientras permaneció en el Seminario. Tomada posesión de su Parroquia pescó hombres y mujeres que se convertirán en sal y levadura del pueblo salvadoreño. ¡Pesca milagrosa -hermanas y hermanos- que le conducirían al martirio…, este mártir se sabía enviado por Jesucristo Nuestro Señor: Somos misioneros para toda la comunidad; es decir enviados según el mandato de Jesús… Su meta era realizar con el Evangelio una comunidad de hermanos comprometidos a construir un mundo nuevo, sin opresores ni oprimidos, según el plan de Dios. Rutilio siempre fue el eterno evangelizador de los pobres con la Biblia en sus manos y las misiones como instrumento de evangelización.
La pasión del Padre Rutilio comenzó años antes de su martirio; e incluso, antes de su llegada al Paisnal. Intentando hacer la voluntad de Dios, encontraba a su paso incomprensión y rechazo. Sus homilías eran consideradas de alta peligrosidad, según sus acusadores subvertían el orden social, político y económico…, además su trabajo pastoral despertaba muchas sospechas entre los terratenientes y los militares, y así aproximadamente a las cinco de la tarde del 12 de marzo de 1977, ocurrió su muerte en la cruz. No estaba sólo. Junto a él murieron dos mártires más: Manuel Solórzano, de setenta y dos años; y Nelson Rutilio Lemus, de quince. El Padre Rutilio se dirigía a celebrar la eucaristía y a continuar la novena a San José, en el Paisnal. Nunca llegó. En el camino fueron emboscados y su carro ametrallado brutalmente como si se tratara de un malhechor. El Padre Rodolfo Cardenal SJ relata en la biografía de Rutilio que poco antes de morir, éste dijo en voz baja: “Debemos hacer lo que Dios quiere”. El perdón a sus asesinos lo había dado poco tiempo antes de morir: El odio no cabe en un cristiano. Aunque nos apaleen y nos quiten la vida tenemos que seguir amando y perdonando. Así nos enseñó Jesús ¿verdad?¡Padre, perdónales, sepan o no lo que hacen!”
El Padre Salvador Carranza, S.J. escribe bellamente cuanto sigue: “La muerte de Rutilio afectó, en primer lugar, a Monseñor Romero. Acaeció cuando apenas hacía tres semanas que Romero había tomado posesión como nuevo arzobispo de San Salvador. Sin embargo, contra todo pronóstico humano, supo leer y descifrar la muerte de Rutilio como verdadera interpelación de Dios. Y adoptó con su Iglesia tales decisiones que sorprendió a todos. Fue realmente novedad inesperada tan insospechado como evangélicamente novedoso.”
En el funeral de cuerpo presente, Monseñor Romero comenzó su predicación con estas palabras: “si fuera un funeral sencillo hablaría aquí, queridos hermanos, de una relaciones humanas y personales con el P. Rutilio Grande a quien siento como un hermano. En momentos muy culminantes de mi vida él estuvo muy cerca de mí; y esos gestos jamás se olvidan.” Y es que Monseñor Romero viniendo de San Miguel a San Salvador como Secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador se encuentra como un ambiente muy distinto, poco conocido para él, y acepta residir con la comunidad de los Jesuitas del seminario San José del Montaña. En esa comunidad vivía Rutilio y comienza una relación con romero, que no pasaba entonces un buen momento. Rutilio debió sentir gran afinidad con él por sus caracteres e historias personales, un tanto afines.
El Padre Rodolfo Cardenal, SJ., quien es el biógrafo del Padre Rutilio Grande, en varios de sus escritos afirma que: “Mons. Romero no se comprende sin Rutilio Grande. Rutilio terminó violentamente su ministerio, en marzo de 1977, precisamente cuando Mons. Romero comenzaba el suyo como arzobispo de San Salvador, en febrero de 1977. Además del martirio, varias coincidencias biográficas los unen de manera sorprendente. Los dos provienen de familias pobres de la zona rural de El Salvador. Los dos nacieron en pueblos pequeños. Mons. Romero nació en el oriente del país en 1917, mientras que Rutilio nació en un pequeño pueblo de la zona central, llamado El Paisnal, en 1928, en el seno de una familia desintegrada. Los dos ingresaron muy jóvenes en el seminario menor. Rutilio en el de San Salvador y Mons. Romero en el de la diócesis de San Miguel. A diferencia de Mons. Romero, Rutilio no continuó en el clero secular, sino que ingresó en la Compañía de Jesús en 1945, al concluir el seminario menor.
“Tanto Mons. Romero como Rutilio estudiaron en el exterior, pero en sitios diversos. Mons. Romero en Roma y Rutilio en Venezuela, Ecuador, España, Francia y Bélgica. A pesar de los viajes, los estudios y el estado clerical, siempre fueron conscientes de sus raíces populares y se sintieron orgullosos de ellas. Rutilio siempre deseó volver al pueblo del cual había salido para ir al seminario. Cuando al fin pudo regresar a El Paisnal, ya ordenado sacerdote, debió convencer a las ancianas, que lo miraban con respeto y veneración, que era el mismo de siempre. Mons. Romero tampoco se alejó de sus raíces populares. Cuando era párroco de la catedral de San Miguel mostró una compasión inusual por los pobres, los alcohólicos y los enfermos, que vagaban en los alrededores del templo. Más tarde, puso su ministerio episcopal al servicio de ese pueblo golpeado por la pobreza y la represión de la dictadura militar.”
En los días cercanos a la canonización del Beato Óscar Romero, algunos jóvenes me preguntaban con insistencia cómo podían conocer mejor a Monseñor Romero y me pedían escribir algo para ellos. Lo hice unos días después de pasada la canonización en nombre de San Óscar Romero, como si a través de una pequeña carta les contara, él mismo, algo acerca de su vida. Carta que titulé como “Algunas Pinceladas sobre San Óscar Arnulfo Romero, contadas a los jóvenes”.
Queridos Jóvenes:
Con ocasión de la ceremonia de canonización de siete Beatos en nuestra Iglesia Católica, entre los que contamos el Papa Pablo VI y yo, con la distancia de los años, vengo hoy a Ustedes con el amor del Buen Pastor que conoce a sus ovejas, pero que desea también que las ovejas lo conozcan a él; por ello quiero contarles algo acerca de mi vida.
Desde los primeros años de mi infancia en Ciudad Barios, donde nací, viví mi primer encuentro personal con Jesucristo vivo. Escuchar aquel humilde evangelio predicado por mis padres y su sencilla piedad popular, me abrieron el oído y el corazón al encuentro con Jesús y a la fe. Desde entonces, a mi manera, comencé a vivir una incipiente conversión que con el correr de los años se fue perfeccionando; y un día me sentí llamado al sacerdocio, hasta que el 4 de abril de 1942 fui ordenado sacerdote en Roma.
Entonces volví a la Diócesis de San Miguel donde ejercí el ministerio sacerdotal con gran alegría y fidelidad al Señor. Fui Párroco de Anamorós y luego Santo Domingo en la Ciudad de San Miguel, y tuve múltiples responsabilidades a las que hice frente con empeño y sacrificio. Fui nombrado en 1970 Obispo Auxiliar de Mons. Luis Chávez y González. En 1974, Obispo de Santiago de María; y el 22 de febrero de 1977 tomé posesión de la Sede Arzobispal de San Salvador, habiendo sido elevado a ella el 7 del mismo mes, sede a la que amé y serví con entrega generosa, hasta el encuentro definitivo con el Padre el 24 de marzo de 1980.
Pocos días después de la toma de posesión, el 12 de marzo de 1977, asesinaron al Padre Rutilio Grande, S.J. y a dos de sus acompañantes mientras iba a celebrar una misa al Paisnal. Ese evento martirial, en medio del dolor fraterno, me abrió los ojos y el corazón a una nueva llamada del Señor a ejercer el oficio del Buen Pastor, que no abandona a las ovejas cuando ve venir al lobo, y de nuevo volví mi rostro a Dios para que Él guiara mis pasos por el sendero hacia donde quería conducirme. Fueron aquellos momentos, de pasión y de oración intensa, los que agudizaron mi olfato de Buen Pastor, para percibir que la persecución a la Iglesia estaba llamando a su puerta. No se trataba solo del asesinato de Rutilio Grande, sino que la Iglesia ya era vista con recelo y sospechas.
Predicar el Evangelio de Jesucristo, a juicio de los poderes de este mudo era un peligro que atentaba contra su seguridad, y había que perseguirla y hacerla callar a toda costa, olvidándose que la Palabra de Dios no está encadenada y que es como el rayo de sol que siempre me iluminó “para ir recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia; ella fue la luz que puso en mí, la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque muchas veces fue como la voz que clama en el desierto” (cfr. Homilía 23 de marzo de 1980), pero mi voz resonó en nombre de aquellos que nunca fueron escuchados, que nunca tuvieron voz, “porque nada hay tan importante para la Iglesia como la vida humana, como la persona humana, sobre todo la persona de los pobres y oprimidos, que además de seres humanos son seres divinos, por cuanto dijo Jesús, que todo lo que con ellos se hace, Él lo recibe como hecho a Él, porque son hechos que tocan al corazón mismo de Dios” (cfr. Homilía 16 de marzo 1980). Fue en este contexto donde debí vivir el ministerio episcopal, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios y, por encima de todo, opté por ser fiel a Dios y a mi pueblo.
Dios fue mi único confidente, en Él encontré siempre serenidad para mi alma y la paz que mi corazón necesitaba para seguir predicando según su corazón, me dejé guiar por sus inspiraciones porque la sanidad siempre fue mi meta. Y fue en ese sendero donde un día Dios me sorprendió con el don del martirio y, en su infinito amor, transformó mi vida en una hostia viva y me unió a su Hijo en la cruz.
Yo sólo quise ser un Obispo con olor a oveja, como el Buen Pastor, nunca pensé en el honor de los altares, fue mi querido y fiel amigo Monseñor Rivera Damas quien pensó que mi humilde testimonio de vida podría servir de inspiración para todos ustedes y entonces decidió introducir la causa de canonización por vía del martirio. La canonización no me va a añadir gloria alguna delante de Dios. Con ella, la Iglesia, no me está premiando o haciéndome justicia. La canonización es para ustedes, son ustedes los destinatarios y los beneficiarios. Con ella la Iglesia quiere proponer continuamente nuevos modelos de santidad, capaces de ayudarles a interpretar en cualquier condición de vida, que sí se puede ser santos en medio del mundo y de circunstancias históricas concretas viviendo con un corazón dócil el mensaje evangélico. Así, pues, con San Pablo VI, con mis otros cinco compañeros de canonización y conmigo, la Iglesia quiere proponerles prototipos creativos de formas de santidad en la historia. El Papa Francisco puede ayudarlos a comprender como vivir la propia santificación en el mundo contemporáneo con su Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate, por favor léanla.
Muchas cosas pueden ser importantes en la vida, pero dos son prioritarias y absolutas, la primera, amar a Dios con todo el corazón y fortalecer ese amor con una nutrida vida espiritual, manteniendo siempre una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristiana, tomando la cruz de cada día para caminar con él hacia la casa del Padre. La segunda el amor al prójimo especialmente en los pobres y desposeídos, incluso poniendo en riesgo la propia seguridad y la vida. Sean siempre obedientes a la voluntad de Dios con delicada docilidad a sus inspiraciones para vivirlas según el corazón de Dios.
Que el Espíritu Santo los conduzca a vivir la centralidad del Señorío de Jesús, en Él puse yo toda mi confianza y hundí en sus raíces mi vida. Yo he sido sólo un servidor fiel, quiero llevarlos a Él, porque deseo que, desde Él juntos ustedes y yo, con nuestra fe y el Evangelio; y llevados de la mano de nuestra Iglesia, construyamos un mundo nuevo, quizás mejor, un nuevo El Salvador, justo, fraterno y solidario. Así sea.
Más tarde, con ocasión del V Aniversario de su Beatificación el 23 de mayo, entonces le escribí una Cara a Monseñor Oscar Arnulfo Romero para conmemorar ese acontecimiento y en ella expresó algunas de mis más íntimas experiencia con él.
Querido Monseñor Romero:
Celebrar la Eucaristía el día de ayer domingo 4 de mayo de 2020 teniendo presente la figura de Jesús, el Buen Pastor, removió en el baúl de mis recuerdos su Ministerio Episcopal. Pocos días después de su toma de posesión de la Sede Arzobispal el 22 de febrero de 1977, el 12 de marzo asesinaron al Padre Rutilio Grande, S.J. y a dos de sus acompañantes mientras iba a celebrar una misa al Paisnal. La Providencia Divina quiso ese evento martirial se convirtiera para Usted en una nueva llamada del Señor a ejercer el oficio del Buen Pastor, que no abandona a las ovejas cuando ve venir al lobo y volvió su rostro a Dios a fin de que Él guiara sus pasos por el sendero hacia donde Él quería conducirlo, que no eran los mismo a los que Usted estaba acostumbrado. Fue un llamado a guiar a su pueblo con fe y valentía, con la confianza de que el Señor es su Pastor y que, aunque camine por cañadas oscuras, ningún mal temerá, porque tenía la certeza de que Dios le acompañaba y su vara y su cayado lo sostenían. Y de esto han transcurrido ya cuarenta y tres años.
Yo no estaba a su lado aquel atardecer cuando una bala muy certera le proporcionó la inestimable fortuna de morir como “testigo de la fe al pie del altar”; pero aun en medio del intenso dolor que sumió mi corazón en la soledad, tenía la certeza de que Usted a lo largo de su vida vivió habitualmente en santidad, porque esa era su meta, y que el don del martirio que Dios le había regalado aquella tarde era la plenitud de una vida santa. Y fue entonces cuando encontré consuelo frente a su cuerpo inerte, cuando acepté que su evento martirial era voluntad de Dios. Entonces me gocé pensando que Dios lo eligió para su misión martirial porque encontró en Usted a un hombre según su corazón. Y fueron estos pensamientos los que iluminaron mi noche oscura y me dije: “Dios encontró a Óscar, lleno de gracia”.
Le estoy escribiendo estas líneas para recordar a su lado el quinto aniversario de su Beatificación. Han transcurrido cinco años desde aquel 23 de mayo del año 2015. No fue fácil llegar a ella, fue un camino muy difícil, pero con la ayuda de todos los actores llegamos a ese momento. Yo sé que Usted sólo quiso ser un Obispo con olor a oveja como el Buen Pastor, nunca pensó en el honor de los altares. Fue Monseñor Arturo Rivera Damas quien pensó que su humilde testimonio de vida podría servir de inspiración para la vida de sacerdotes y fieles; y entonces decidió introducir la causa de canonización por vía del martirio.
Aquel 4 de febrero de 2015, cuando me enteré, mientras desayunaba, de que el Papa Francisco había autorizado a la Congregación para las Causas de los Santos que promulgara el Decreto sobre su martirio, me quedé impávido por un instante, creí que era un sueño, pero no, el Cardenal Rosa Chávez me lo confirmó, era cierto. Permanecí en silencio, pero no cesaba de repetirme muy dentro del corazón: “todo está cumplido”. ¿Quién me podrá apartar del amor de Cristo?
Por favor, desde el cielo y como dice la gente: “Usted que está más cerca de Dios, interceda por su pueblo” a fin de que podamos encontrar serenidad y paz en estos momentos en que vivimos esta pandemia del covid19. Una pandemia que nos tiene confinados con una cuarentena domiciliar impuesta por nuestras autoridades a fin de que podamos mantener el distanciamiento social como medio para evitar la propagación del coronavirus y salvaguardar nuestras vidas. En esta lucha contra la pandemia ha sido difícil la colaboración de la población. Es triste ver como en El Salvador algunos líderes políticos y personas influyentes en la opinión pública, ante la amenaza latente del coronavirus han mostrado su cara más oportunista y su desinterés por el bien común. Y uno de estos días en los que uno siente la preocupación de que todo va como a la deriva; y vemos florecer la pobreza por todas parte, me puse a pensar en ¿qué nos diría Usted en estos momentos? Y se me ocurrió pensar que nos diría algo como esto: “Yo quisiera en nombre de este sufrido pueblo salvadoreño, hacer un llamado a los tres poderes del Estado y a todos los actores de la vida política del país: cesen la polarización y únanse ante las necesidades de este pueblo que sufre, busquen el bien común que beneficie a las mayorías”. Seguro, Monseñor, que esto es lo que yo habría querido escuchar. ¡Cuántos buenos recuerdos tengo de sus homilías! Usted fue una palabra de Dios para este pueblo. Con Usted Dios pasó por El Salvador, como solía decir el Padre Ignacio Ellacuría.
Esta situación nos ha obligado a reinventar los modos de cómo llegar a nuestros fieles a través de medios digitales y nos hemos visto obligados a realizar una pastoral de acompañamiento cibernético; lo que me llevó a recordar la amada pastoral de acompañamiento a la que Usted nos invitaba a vivir en medio del conflicto armado. Y acostumbrados a ser pastores con olor a oveja, no ha sido fácil adaptarnos al estilo de ser pastores virtuales obligados a estar lejos del rebaño y hemos hecho esfuerzos por mantenernos muy cercanos a las ovejas, esforzándonos por reinventar la figura del Buen Pastor, que no abandona a las ovejas.
También este tiempo nos ha dado la oportunidad de vivir una cierta experiencia monástica del ora et labora. Y la soledad y el silencio me dio la oportunidad de hacer una mirada a la historia de la vida pastoral de nuestra Iglesia Arquidiocesana y de sentirme muy orgulloso de su compromiso con la evangelización y la acción por la justicia a partir de la opción fundamental por los pobres. Pude ver que el venerado Monseñor Luis Chávez y González fue el auténtico renovador de nuestra Iglesia conforme a las exigencias pastorales planteadas en el Concilio Vaticano II y los Documentos de Medellín. Con Usted, Monseñor, Dios pasó por El Salvador predicando y haciendo el bien y defendiendo los derechos humanos de los pobres, encarnando la figura del Buen Pastor, hasta dar su vida por sus ovejas. Don Arturo Rivera Damas, como me gusta llamarlo, se convirtió en el Pastor que buscó organizar la pastoral de conjunto y alcanzar la solución del conflicto armado. En medio de la persecución supo ser fuerte para impulsar la evangelización y soportar los embates de sus perseguidores con serenidad y paz. Sabe, Monseñor, voy a decirle algo que siempre he pensado: él, junto con el Cardenal Rosa Chávez son los padres de los acuerdos de paz en El Salvador. El tema del laico en el mundo caracterizó el enfoque arzobispal de Monseñor Fernando Sáenz Lacalle, insistiendo en que ellos debía asumir un compromiso político que le diera el sabor del evangelio a la política, deseo del arzobispo que no logró la acogida en los agentes de pastoral. Monseñor José Luis ha querido impulsar una Iglesia Misionera en el espíritu de Aparecida, que sea fermento del Reino en la transformación y salvación de la sociedad, quiera Dios que podamos ser de verdad una Iglesia Misionera. Su Primera Carta Pastoral es un llamado a todos los sectores a trabajar por la paz luchando por la justicia en defensa de los derechos de las víctimas. Su Segunda Carta Pastoral es una auténtica sinfonía sobre el martirio, escrita con ocasión de su Beatificación y en memoria de todos los mártires de El Salvador.
Los Obispos de la Conferencia Episcopal declararon este años 2020 como “Año Jubilar Martirial” con ocasión del 40 aniversario de su martirio y 43 del martirio de Rutilio Grande y su Compañeros Mártires y es que “la Iglesia de nuestro tiempo sigue escribiendo su martirologio con capítulos siempre nuevos, actuales. Y no se pueden olvidar, no se pueden apartar los ojos de esta realidad que es dimensión fundamental de la Iglesia de nuestro tiempo. Como afirma el Papa Francisco: “los mártires son aquellos que llevan adelante a la Iglesia, los que la han sostenido siempre y la sostienen hoy. Ellos son la gloria de la Iglesia, nuestro apoyo y también nuestra humillación…, y todo por confesar su fe en Jesucristo. Esta es nuestra gloria y nuestra fuerza hoy; por eso una Iglesia sin mártires, es una Iglesia sin Jesús. La sangre de mártires es semilla de cristianos. Ellos con su martirio, con su testimonio, con su sufrimiento, incluso dando su vida, ofreciendo su vida, siembran cristianos para el futuro en la Iglesia.” Por esta razón nuestro Obispos incluyen en el Año Jubilar Martirial el recuerdo de nuestros mártires, aunque no estén canonizados, pero que murieron con fama da martirio, como lo son el Padre Cosme Spessotto, el Padre Nicolás Rodríguez y las Religiosas Norteamericanas.
¿Cómo no sentirnos, Monseñor, orgullosos de una Iglesia bendecida y bañada con sangre de mártires? Una Iglesia a punto de celebrar la beatificación del Padre Rutilio Grande y de su Compañero Mártires; y ahora también la del Padre Cosme Spessotto. Esta historia de martirio, fruto de la evangelización y del compromiso por los pobres y la defensa de los derechos humanos, creo que debe motivarnos a ser siempre una Iglesia misionera, evangelizadora. Una Iglesia en salida, que va en busca de la oveja extraviada, de la que sufre, de la excluida, de la marginada. Este es el gran reto que tendremos al final de esta cuarentena. Es una invitación a “Sentir con la Iglesia” caminando con nuestros mártires en pos de Cristo. Por favor rece por nosotros.
Finalmente, solo quiero decirle cuánto lo extraño y lo recuerdo, sobre todo en momentos difíciles de la vida sacerdotal cuando se experimenta la soledad y parece que en medio del desierto no se encuentra el camino. Sé que ahí está Usted con su corazón de Padre para indicar que el camino diciendo: “no es por aquí, sino por allá”. Gracias Monseñor por ser San Óscar Arnulfo Romero, una luz que deja translucir siempre la luz de Cristo. Un abrazo. Monseñor Rafael Urrutia.
Estos son un poco de mis recuerdos con el Padre Rutilio Grande y San Óscar Arnulfo Romero. Rutilio me recibió en el seminario y Monseñor Romero me ordenó sacerdote y Dios ha querido que haya trabajado en las causas de canonización de ambos. Esto desde luego me plantea siempre un desafío para mi vida sacerdotal: “ser como Jesús” porque sé que sí se puede, ellos me han mostrado el camino hacia la santidad sabiendo que Jesús me invita a caminar la historia con la misma fe de los mártires, con el convencimiento que él combate junto a mí mis batallas; y aunque camine por cañadas oscuras, sé que ningún mal temeré por Él va conmigo y que su vara y su callado me sostienen. Muchas gracias.
Monseñor Rafael Urrutia
Postulador Diocesano de la Arquidiócesis de San Salvador