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Formula de Canonización

En honor a la Santísima Trinidad,

para exaltación de la fe católica

y crecimiento de la vida Cristiana,

con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo,

de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra,

después de haber reflexionado largamente,

invocando muchas veces la ayuda divina

y oído el parecer

de numerosos hermanos en el episcopado,

declaramos y definimos Santos

a los Beatos 

Pablo VI,

Óscar Arnulfo Romero Galdámez,

Francisco Spinelli,

Vicente Romano,

María Catarina Kasper,

Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús March Mesa

y Nuncio Sulprizio

y los inscribimos en el Catálogo de los Santos,

y establecemos que en toda la Iglesia 

sean devotamente honrados entre los Santos.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amen.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Domingo, 14 de octubre de 2018


La segunda lectura nos ha dicho que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Hb 4,12). Es así: la palabra de Dios no es un conjunto de verdades o una edificante narración espiritual; no, es palabra viva, que toca la vida, que la transforma. Allí, Jesús en persona, que es la palabra viva de Dios, nos habla al corazón.

El Evangelio, en concreto, nos invita a encontrarnos con el Señor, siguiendo el ejemplo de «uno» que «se le acercó corriendo» (cf. Mc 10,17). Podemos identificarnos con ese hombre, del que no se dice el nombre en el texto, como para sugerir que puede representar a cada uno de nosotros. Le pregunta a Jesús cómo «heredar la vida eterna» (v. 17). Él pide la vida para siempre, la vida en plenitud: ¿quién de nosotros no la querría? Pero, vemos que la pide como una herencia para poseer, como un bien que hay que obtener, que ha de conquistarse con las propias fuerzas. De hecho, para conseguir este bien ha observado los mandamientos desde la infancia y para lograr el objetivo está dispuesto a observar otros; por esto pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar?».

La respuesta de Jesús lo desconcierta. El Señor pone su mirada en él y lo ama (cf. v. 21). Jesús cambia la perspectiva: de los preceptos observados para obtener recompensas al amor gratuito y total. Aquella persona hablaba en términos de oferta y demanda, Jesús le propone una historia de amor. Le pide que pase de la observancia de las leyes al don de sí mismo, de hacer por sí mismo a estar con él. Y le hace una propuesta de vida «tajante»: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres […] y luego ven y sígueme» (v. 21). Jesús también te dice a ti: «Ven, sígueme». Ven: no estés quieto, porque para ser de Jesús no es suficiente con no hacer nada malo. Sígueme: no vayas detrás de Jesús solo cuando te apetezca, sino búscalo cada día; no te conformes con observar los preceptos, con dar un poco de limosna y decir algunas oraciones: encuentra en él al Dios que siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza para entregarte.

Jesús sigue diciendo: «Vende lo que tienes y dáselo a los pobres». El Señor no hace teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino que va directo a la vida. Él te pide que dejes lo que paraliza el corazón, que te vacíes de bienes para dejarle espacio a él, único bien. Verdaderamente, no se puede seguir a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón está lleno de bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá en una cosa más. Por eso la riqueza es peligrosa y –dice Jesús–, dificulta incluso la salvación. No porque Dios sea severo, ¡no! El problema está en nosotros: el tener demasiado, el querer demasiado, ahoga, ahoga nuestro corazón y nos hace incapaces de amar. De ahí que san Pablo nos recuerde que «el amor al dinero es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Lo vemos: donde el dinero se pone en el centro, no hay lugar para Dios y tampoco para el hombre.

Jesús es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor total y pide un corazón indiviso. También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos darle a cambio las migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto de ir a la cruz por nosotros, no podemos responderle solo con la observancia de algún precepto. A él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con un «porcentaje de amor»: no podemos amarlo al veinte, al cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada.

Queridos hermanos y hermanas, nuestro corazón es como un imán: se deja atraer por el amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir entre amar a Dios o amar las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir para amar o vivir para sí mismo (cf. Mc 8,35). Preguntémonos de qué lado estamos. Preguntémonos cómo va nuestra historia de amor con Dios. ¿Nos conformamos con cumplir algunos preceptos o seguimos a Jesús como enamorados, realmente dispuestos a dejar algo para él? Jesús nos pregunta a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia en camino: ¿somos una Iglesia que solo predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa, que por su Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los pasos del mundo, como aquel personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos basta Jesús o buscamos las seguridades del mundo? Pidamos la gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar riquezas, dejar nostalgias de puestos y poder, dejar estructuras que ya no son adecuadas para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión, los lazos que nos atan al mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor, nuestra vida y nuestra Iglesia se enferman de «autocomplacencia egocéntrica» ​​(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en cualquier placer pasajero, se recluye en la murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de una vida cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la tristeza de sentirse imperfecto.

Así sucedió para ese hombre, que –cuenta el Evangelio– «se marchó triste» (v. 22). Se había aferrado a los preceptos y a sus muchos bienes, no había dado su corazón. Y aunque se encontró con Jesús y recibió su mirada amorosa, se marchó triste. La tristeza es la prueba del amor inacabado. Es el signo de un corazón tibio. En cambio, un corazón desprendido de los bienes, que ama libremente al Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan necesaria hoy. El santo Papa Pablo VI escribió: «Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto» (Exhort. ap. Gaudete in Domino, 9). Jesús nos invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que son el encuentro con él, la valiente decisión de arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo para abrazar su camino. Los santos han recorrido este camino.

Pablo VI lo hizo, siguiendo el ejemplo del Apóstol del que tomó su nombre. Al igual que él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo, atravesando nuevas fronteras y convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el diálogo, profeta de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los pobres. Pablo VI, aun en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió de una manera apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús. También hoy nos exhorta, junto con el Concilio del que fue sabio timonel, a vivir nuestra vocación común: la vocación universal a la santidad. No a medias, sino a la santidad. Es hermoso que junto a él y a los demás santos y santas de hoy, se encuentre Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede decirse de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de María Catalina Kasper, de Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y también del gran muchacho abrucense-napolitano, Nuncio Sulprizio: el joven santo, valiente, humilde, que supo encontrar a Jesús en el sufrimiento, el silencio y en la entrega de sí mismo. Todos estos santos, en diferentes contextos, han traducido con la vida la palabra de hoy, sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgarse y de dejar. Hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a imitar sus ejemplos.

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

A LOS PEREGRINOS DE EL SALVADOR 

CON OCASIÓN DE LA CANONIZACIÓN DE MONSEÑOR ROMERO

Lunes, 15 de octubre de 2018

Aula Pablo VI

Queridos hermanos y hermanas:

Buenos días y muchas gracias por estar aquí. La canonización de Mons. Óscar Romero, un pastor insigne del continente americano, me permite tener un encuentro con todos ustedes, que han venido a Roma para venerarlo y, al mismo tiempo, para manifestar su adhesión y cercanía al Sucesor de Pedro. Muchas gracias.

Saludo en primer lugar a mis hermanos en el Episcopado, los obispos de El Salvador, venidos a Roma acompañados de sus sacerdotes y fieles, y tanta monja, ¿no? San Óscar Romero supo encarnar con perfección la imagen del buen Pastor que da la vida por sus ovejas. Por ello, y ahora mucho más desde su canonización, pueden encontrar en él un «ejemplo y un estímulo» en el ministerio que les ha sido confiado. Ejemplo de predilección por los más necesitados de la misericordia de Dios. Estímulo para testimoniar el amor de Cristo y la solicitud por la Iglesia, sabiendo coordinar la acción de cada uno de sus miembros y colaborando con las demás Iglesias particulares con afecto colegial. Que el santo Obispo Romero los ayude a ser para todos signos de esa unidad en la pluralidad que caracteriza al santo Pueblo fiel de Dios.

Saludo también con especial afecto a los numerosos sacerdotes, religiosos, religiosas que están aquí y los que quedaron en la Patria. Ustedes, que se sienten llamados a vivir un compromiso cristiano inspirado en el estilo del nuevo santo, háganse dignos de sus enseñanzas, siendo ante todo «servidores del pueblo sacerdotal», en la vocación a la que Jesús, único y eterno sacerdote, los ha llamado. San Óscar Romero veía al sacerdote colocado en medio de dos grandes abismos: el de la misericordia infinita de Dios y el de la miseria infinita de los hombres (cf. Homilía durante la ordenación sacerdotal, 10 diciembre 1977). Queridos hermanos, trabajen sin descanso para dar cauce a ese anhelo infinito de Dios de perdonar a los hombres que se arrepienten de su miseria, y para abrir el corazón de sus hermanos a la ternura del amor de Dios, también a través de la denuncia profética de los males del mundo.

Quiero también dirigir igualmente un cordial saludo a los numerosos peregrinos venidos a Roma para participar en esta canonización, y también a los miembros de la comunidad salvadoreña de Roma. El mensaje de san Óscar Romero va dirigido a todos sin excepción, grandes y chicos, para todos. Me impresionó al entrar una abuela de noventa años que gritaba y aplaudía como si tuviera quince. La fuerza de la fe es la fuerza del Pueblo de Dios. Él, Óscar Romero, repetía con fuerza que cada católico ha de ser un mártir, porque mártir quiere decir testigo, es decir, testigo del mensaje de Dios a los hombres (cf. Homilía en el I Domingo de Adviento, 27 noviembre 1977). Dios quiere hacerse presente en nuestras vidas, y nos llama a anunciar su mensaje de libertad a toda la humanidad. Solo en Él podemos ser libres: libres del pecado, del mal, libres del odio en nuestros corazones –él fue víctima del odio–, libres totalmente para amar y acoger al Señor y a los hermanos. Una verdadera libertad ya en la tierra, que pasa por la preocupación por el hombre concreto para despertar en cada corazón la esperanza de la salvación.

Sabemos bien que esto no es fácil, por eso necesitamos el apoyo de la oración. Necesitamos estar unidos a Dios y en comunión con la Iglesia. San Óscar nos dice que sin Dios, y sin el ministerio de la Iglesia, esto no es posible. En una ocasión, se refería a la confirmación como al «sacramento de mártires» (Homilía, 5 diciembre 1977). Y es que sin «esa fuerza del Espíritu Santo, que los primeros cristianos recibieron de sus obispos, del Papa…, no hubieran aguantado la prueba de la persecución; no hubieran muerto por Cristo» (ibíd.). 

Llevemos a nuestra oración estas palabras proféticas, pidiendo a Dios su fuerza en la lucha diaria para que, si es necesario, «estemos dispuestos también a dar nuestra vida por Cristo» (ibíd.). 

También desde aquí envío mi saludo a todo el Pueblo santo de Dios que peregrina en El Salvador y hoy vibra por el gozo de ver a uno de sus hijos en el honor de los altares. Sus gentes tienen fe viva que expresan en diferentes formas de religiosidad popular y que conforma su vida social y familiar: la fe del Santo Pueblo fiel de Dios. A los sacerdotes, a los obispos les pido: «Cuiden al Santo Pueblo fiel de Dios, no lo escandalicen, cuídenlo». Y no han faltado las dificultades, el flagelo de la división, el flagelo de la guerra; la violencia se ha sentido con fuerza en su historia reciente, pero ese pueblo resiste y va adelante. No son pocos los salvadoreños que han tenido que abandonar su tierra buscando un futuro mejor. El recuerdo de san Óscar Romero es una oportunidad excepcional para lanzar un mensaje de paz y de reconciliación a todos los pueblos de Latinoamérica. El pueblo lo quería a mons. Romero, el Pueblo de Dios lo quería. Y ¿saben por qué? Porque el Pueblo de Dios sabe olfatear bien dónde hay santidad. Y acá entre ustedes, yo tendría para agradecer a tanta gente, a todo el pueblo que lo ha acompañado, que lo ha seguido, que estuvo cerca de él. Pero, ¿cómo hago para agradecer? Así que elegí a una persona, una persona que estuvo muy cerca de él, y lo acompañó y lo siguió; una persona muy humilde del pueblo: Angelita Morales. En ella pongo la representación del Pueblo de Dios. Yo le pediría a Angelita si puede venir [aplausos y cantos mientras se acerca la Sra. Morales].

Junto a la alegría de todos ustedes, pido a María, Reina de la Paz, que cuide con ternura a todos los habitantes de El Salvador y que nuestro Señor bendiga a sus gentes con la caricia de su misericordia. Y, por favor… –¿Ustedes pagaron entrada para entrar acá, o no? [Responden: «¡No!»]–. Bueno, ahora van a tener que pagar, y el precio es que recen por mí. Rezamos a la Virgen antes de recibir la bendición. Ave María… San Óscar Romero [R: Ruega por nosotros], y los bendiga Dios Todopoderoso…

HOMILÍA DEL P. JOSÉ MARÍA TOJEIRA, S.J.

EN VÍSPERAS DE LA CANONIZACIÓN DE MONS. ROMERO

Catedral Metropolitana de San Salvador

13 de octubre de 2018

INTRODUCCIÓN

Queridos hermanos y hermanas: Celebramos hoy emocionados la canonización de Monseñor Romero. Sabíamos que era un santo desde el primer momento y esperábamos con ansiedad la declaración oficial de la Iglesia sobre su santidad. ¡Este es el día! Y no podemos menos que comenzar citando a nuestro Señor Jesucristo, maestro nuestro y de Monseñor Romero. Cuando Pilatos lo estaba juzgando Jesús le dijo “he venido al mundo para dar testimonio de la verdad”. Hoy podemos afirmar que a Monseñor Romero lo envió Dios a El Salvador para ser, como Jesús, Testigo de la Verdad. Testigo de la fe en ese Cordero Degollado que permanece de pie, como le llama el libro del Apocalipsis a Jesús de Nazaret. Testigo y apóstol que sigue los pasos del Señor Jesús en su vida, en su palabra y en su capacidad de juicio sobre la situación salvadoreña. Monseñor Romero, testigo del Señor, sigue iluminando nuestra hambre y sed de justicia. Nos da la esperanza de que tanta sangre de víctimas inocentes se convierta para nosotros en el cimiento y en la base de un El Salvador construido sobre el respeto y la dignidad de todos, especialmente de los más sencillos y humildes.

RECUERDOS

Mientras en nuestro país se despreciaba a los pobres, se les explotaba, se les manipulaba y se les tenía como inferiores, Mons. Romero se identificaba con ellos y con sus causas. Su vida fue testimonio del amor preferencial de Dios a los más pobres, al luchando con ellos, pacífica y proféticamente, en favor de sus derechos. En el acta de beatificación se le llamaba con toda razón Padre de los pobres. Y así era porque exigía justicia para los campesinos y los trabajadores, apoyaba sus reivindicaciones y su organización popular, y los defendía ante el odio y la violencia de los poderosos. Pero además de estar con las causas de los pobres, vivía con ellos en el Hospitalito de la Divina Providencia. Allí, donde se hospedan o incluso van a morir los enfermos de cáncer más pobres de nuestro país, allí vivía, también en pobreza y sencillez, nuestro obispo mártir. Allí acompañaba el sufrimiento de los enfermos sin más recursos que la generosidad de las hermanas del Hospitalito, y les animaba con el consuelo de un Dios, el nuestro, que nunca abandona al débil y al afligido, y le ofrece siempre la solidaridad de los que rezamos el Padre Nuestro de corazón y deseamos que venga su Reino. Antes, estando en Santiago de María como obispo, abrió las puertas de la catedral para que los cortadores de café, que llegaban desde lejos a esa tierra de cafetales, pudieran dormir bajo techo. Las fotografías de Romero con niños que juegan con su cruz pectoral no dejan duda de su tierna cercanía a los más pobres.

Y es esa cercanía amorosa a los pobres, junto con su fe en el Señor Jesús, la que le llevó a ser profeta de justicia. Voz de los sin voz, sin más poder que la fuerza de la conciencia, sin más ley que la del amor al prójimo, y sin más patrón que el Divino Salvador. Su única arma era la Palabra. Mons. Romero, nuestro San Romero, con esa palabra beligerante y defensora del oprimido, hacía retorcerse de rabia a quienes mataban a los pobres, a quienes perseguían sus organizaciones o amenazaban de muerte a toda persona que mostrara deseos firmes de justicia social. Como a Jesús, lo odiaban aquellos que no soportaban la buena noticia de un Dios amor y creador de fraternidad. Su palabra disgustaba a los neutrales e indiferentes y molestaba a los cómplices hipócritas, que desde instituciones del Estado disimulaban y encubrían la barbarie de los escuadrones de la muerte. Y ante los odios y ataques respondía siempre con las mismas palabras de Jesús en la cruz: “Padre perdónales, que no saben lo que hacen”. Su amor cubría a todos, curando a los heridos por la injusticia y diciéndoles la verdad a los victimarios. Dos formas de amar clásicas y siempre exigidas por la Iglesia, en coherencia con nuestro Dios, que es amor, y nos llama a consolar a las víctimas y a ser profetas frente a quienes abusan del prójimo.

Mons Romero recuerda la terrible dificultad que tienen para entrar en el Reino de los cielos aquellos que ponen su corazón en las riquezas. Nuestro santo, lleno del Espíritu del Señor y su sabiduría, con su palabra combativa como espada de doble filo, desnudaba las intenciones de los soberbios. A los ricos les recordaba que la idolatría de la riqueza estaba en la base de las injusticias salvadoreñas. A los poderosos les recriminaba utilizar la muerte como instrumento de poder. Y a las organizaciones populares les recordaba que no podían poner la organización por encima de los derechos de las personas. Toda idolatría pone primero la ley del más fuerte en vez del amor al prójimo y la solidaridad evangélica. No hablaba de dar sino de compartir. Porque cuando los ricos dan algo, no están dando de lo suyo, sino de lo que pertenece a todos, y especialmente a los más pobres. A esos pobres a los que el Señor prometió el Reino de los cielos y en los que se hace siempre presente el rostro de Jesús. Inspirado siempre en el Evangelio y en la Doctrina Social de la Iglesia, en el destino universal de los bienes, en la solidaridad y la participación, nuestro santo arzobispo trabajaba desde el deseo profundo de paz con verdadera justicia social. Sabiendo además que la paz sólo puede construirse negando las idolatrías, devolviendo a las víctimas su dignidad de seres humanos, restaurando los derechos de quienes son despojados de ellos y trabajando sistemáticamente para eliminar el sufrimiento en el mundo en que vivimos.

RESURRECCIÓN

Hoy su voz sigue sonando, cada vez con mayor fuerza en todo el mundo. Desde el primer momento diversas Iglesias cristianas se solidarizaron con él. Y tras su muerte, muchos lo consideramos mártir. En cuenta Mons. Rivera, María Julia Hernández, Mons. Urioste y tantos amigos, hoy en la gloria, que nunca le abandonaron. Las Iglesias que nos acompañaron en la devoción a Romero desde el principio están hoy aquí en la alegría de la canonización, celebrando nosotros al santo de todos. Ellos han contribuido también a que el nombre de Romero se haya hecho universal. Sus reliquias han llegado hasta diócesis remotas de África y su imagen o su retrato se multiplica en iglesias y catedrales de diversas denominaciones cristianas. Y por si fuera poco el 24 de marzo ha sido declarado por las Naciones Unidas Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. En otras palabras que la ONU está reconociendo a nuestro San Romero como patrón universal del derecho de las víctimas a la verdad. Él, que fue con tanto coraje y valentía voz de los sin voz, es hoy víctima resucitada con su voz defensora de las víctimas de la historia que ansían y esperan resurrección. Mons Romero, San Óscar Arnulfo Romero, resucitado ya en la fuerza del Espíritu Santo, resucita en el mundo y continúa resucitando entre nosotros y en nosotros, su pueblo salvadoreño que busca justicia y fraternidad. Su voz resuena hoy más fuerte reclamando un mundo sin víctimas, libre del sufrimiento creado por los Caínes de la historia. En las lecturas se nos decía que nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Mons. Romero es una prueba viva y presente de ese amor de Dios que no se cansa nunca de amar y bendecir a su pueblo, enviándole santos y profetas. En el evangelio que hemos escuchado Jesús nos dice que pone en manos de Dios a sus discípulos para que ellos sientan la plenitud de la alegría. Esa misma alegría es la que hoy nos transmite ese discípulo eximio de Jesús de Nazaret al que hoy llamamos jubilosos San Óscar Arnulfo Romero.

NUESTRA RESPONSABILIDAD    

Ante este Romero santo, profeta, pastor y padre amoroso que cuida a sus ovejas y protege los derechos de los empobrecidos de nuestra tierra, los salvadoreños debemos mirar hacia nuestra realidad personal y social. Romero se tomó en serio el testamento del Señor Jesús cuando dijo a sus apóstoles y a nosotros que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado. Por eso su espíritu ha resucitado ya y vive en su pueblo. Quiere vivir en todos nosotros e insiste en que seamos autocríticos. Quiere que nos preguntemos si seguimos a Jesucristo y a tantos testigos generosos de la fe que antes de nosotros pusieron el Evangelio como el centro de sus vidas. Nos pide, desde la mirada al Evangelio, al Señor y a sus santos, que venzamos la desigualdad y el individualismo consumista, en los que hoy se concentra la idolatría del dinero. Mons Romero nos pide que trabajemos por una sociedad donde el espíritu cristiano, generoso y fraterno esté por encima del afán de lucro individual.

Como Jesús a sus discípulos, nos recuerda que el que quiera ser superior debe convertirse en servidor y esclavo de los demás. No nos está permitido a los cristianos compararnos con otros y creernos superiores. Ese es el camino para despreciar al más sencillo y al más pobre. Cerrar los ojos y las entrañas a las necesidades del prójimo, ni es cristiano ni es digno de personas que veneramos a San Romero de América. Alegrarnos con la santidad de Romero, amarlo y respetarlo como santo y como el salvadoreño más universal, es comprometernos a seguir a Jesucristo, vivo en nuestros hermanos y que continúa crucificado en los más pobres.

Por eso mismo, el ejemplo profético de Romero nos impulsa a mirar a nuestra sociedad y a trabajar en la transformación de la misma. No queremos ni podemos permitir que se impongan leyes que dejen morir de sed a los pobres, como bien advertían nuestros obispos. No deseamos una sociedad en la que la corrupción esté presente en los ámbitos del poder económico y político. Ni tampoco queremos un sistema judicial que sea débil con los fuertes y fuerte con los débiles, que continúe, como decía Romero, mordiendo únicamente el pie del que camina descalzo. Eso se llama corrupción judicial, como ya se lo dijo una vez nuestro santo Romero a la Corte Suprema. Nuestro Santo pastor nos invita a revisar y aumentar un salario mínimo que no alcanza para vivir; nos pide formalizar y proteger el trabajo informal, que hoy mantiene en vulnerabilidad permanente a casi la mitad de la población económicamente activa de El Salvador. Nos llama a exigir escuelas decentes en cantones olvidados o con escuelas deterioradas por el paso del tiempo, las lluvias y el abandono oficial. Y nos pide también superar un sistema público de salud injusto y obsoleto, que separa y da diferente calidad de servicio a los que cotizan al Seguro Social y a los que no pueden cotizar. La salud, como el agua, la educación, el trabajo decente y la vivienda digna son derechos de todos y todas. Como decía San romero, hay que cambiar las cosas desde la raíz.

No veneramos un cadáver sino a alguien que está vivo. Vivo junto a Dios y en el corazón de todos los cristianos que quieren seguir con radicalidad el Evangelio. Nuestro Santo nos felicita hoy y se siente contento de su Iglesia porque ha presionado en favor de aumentar el salario mínimo, porque ha promovido la supresión de la minería metálica en El Salvador y porque continúa presionando para que el agua sea cuidada por todos, nos llegue a todos y podamos decir que es de todos y no de unos pocos. Pero también nos pide que trabajemos intensamente en superar y vencer el clima de violencia existente, que tanto dolor y sufrimiento produce. Repitiendo las palabras del profeta Isaías que le gustaba citar, nos exige convertir las armas en instrumentos de trabajo, nos anima a promover el trabajo decente para todos, y especialmente para los jóvenes. Sólo así, con una juventud educada para el trabajo digno y con salario justo, superaremos esa plaga violenta heredada de la locura de una guerra civil entre hermanos y multiplicada posteriormente por la desigualdad y la injusticia social. Bien decía nuestro santo que hay una violencia superior a las armas de la guerrilla y a las tanquetas del ejército: Es la violencia que uno se hace a sí mismo contra todo deseo de muerte, de explotación, abuso o o de venganza. Sin fraternidad no hay futuro. Y por eso nos pide que cuidemos la familia como fuente de paz, de generosidad y de servicio. Exigir al Estado protección, apoyo y servicios para las familias en pobreza y vulnerabilidad es prevenir la violencia. Monseñor Romero nos habla más de rehabilitación de los delincuentes que de mano dura. Exige pensiones dignas para nuestros ancianos y denuncia la terrible marginación que sufre la mujer al no reconocerle sus esfuerzos por sacar adelante la familia y negarle el derecho a pensión como retribución justa por el trabajo realizado en el hogar.

EL SANTO LUMINOSO

Jesús de Nazaret nos dijo “Yo soy la luz del mundo”. Monseñor Romero es un mártir luminoso, iluminador de una nueva sociedad en la que los pobres recuperan su dignidad y alzan su voz. Como decía la primera lectura, su vida brilla entre nosotros con la fuerza del incendio en un cañaveral. Contagia un fuego que nadie puede contener. Un hombre como Romero, que sistemáticamente luchó contra el sufrimiento humano y que aceptó el sufrimiento de una muerte injusta por defender a los pobres y a los injustamente perseguidos, nos muestra la luz de Cristo y el camino para construir una nueva historia en El Salvador. Él va venciendo y mostrándonos día a día la fuerza del bien. Mientras las argucias y mentiras de quienes le insultaban y agraviaban van quedando como telarañas en los rincones olvidados de la historia, él se ha vuelto el salvadoreño más universal. Los Pilatos, los Herodes y los Caifás que asesinaron a Jesús, son ahora mero recuerdo de personas oscuras, débiles y condenadas a la insignificancia histórica. Lo mismo pasa con quienes mataron a Romero. Mientras ellos, los asesinos, pasan a las páginas oscuras de la ignominia y el olvido, él brilla como defensor de los derechos de los humildes, como voz cada vez más potente que nos invita a defender la vida y la dignidad de todos y todas. Y no solo en El Salvador, sino en todo el mundo.

Y es por eso que nuestro San Romero es motor y guía de nuestra esperanza. Viviendo en circunstancias peores que las nuestras nunca dejó de esperar mañana mejor. Pero ponía en nuestras manos, en las manos de su pueblo, esa capacidad de forjar un futuro diferente. Tenía la valentía y el coraje de un profeta y el corazón de un santo. Un corazón abierto a las necesidades de los pobres y a los deseos de paz de todas las personas de buena voluntad. Por eso buscaba la reconciliación de todos los habitantes de El Salvador, empoderando de dignidad a los pobres y exigiendo justicia y paz. Desde su santidad nos sigue invitando a esa misma reconciliación, construida sobre la verdad, la justicia, la reparación de las víctimas y la generosidad del perdón. La verdad sin justicia y sin reparación de las víctimas acaba siendo una farsa. Pero la reconciliación no sería auténtica si no logramos establecer mecanismos que ofrezcan caminos de perdón que no burlen la justicia. Perdón que sólo la víctima puede dar, porque es moralmente superior a los verdugos y tiene siempre un corazón más generoso que los asesinos.

A Monseñor Romero lo mataron mientras celebraba la Eucaristía. Ya antes del 24 de marzo habían intentado acabar con él poniendo una bomba bajo el altar de la Iglesia de la Basílica del Sagrado Corazón, en la que iba a celebrar su misa dominical. Había un odio evidente al servicio sacerdotal de Monseñor Romero. Pero los asesinos no se daban cuenta de que matando al arzobispo en la Eucaristía lo unían definitivamente a la sangre derramada del Señor. Jesús se nos dio como alimento en la eucaristía, pidiendo que hiciéramos memoria de su muerte y de su presencia resucitada entre nosotros en el pan y en el vino. Cuando celebramos una vez más la Misa, emocionados en este momento histórico para nuestro pueblo, no dudemos de que la presencia del Señor está siempre acompañándonos. Está con nosotros en el pan de la palabra de Dios y también en la palabra firme de Romero. Esa palabra de sus homilías que lo caracteriza como un verdadero doctor de la Iglesia. El Señor permanece con nosotros en el pan compartido y en el vino con el brindamos la alegría de la resurrección. Está también con nosotros en la vida de Romero, unida a la resurrección de Cristo y compartida con nosotros. Jesús, el Cristo, está en la vida de todos los mártires y víctimas de El Salvador, incluso los más anónimos y olvidados. Ellos, unidos a Romero, celebran en el cielo la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que ha iluminado la mente y el corazón de nuestro papa Francisco para regalar a la Iglesia universal, y al pueblo salvadoreño, la proclamación como santo, mártir y ejemplo de vida a nuestro San Romero de América. Que esta Eucaristía, alegre ahora en la tierra y unida a la alegría de los mártires en el Reino de Dios, nos una a todos los pobres y afligidos del mundo. Que renueve, en ellos y en nosotros, la esperanza de un mundo más justo. Y que nos una también a la Iglesia Universal en la que siempre florece la santidad cuando los corazones se abren al hermano en necesidad.

¡Que viva Monseñor Romero!

¡Que viva la Iglesia martirial de El Salvador!

¡Que viva el Papa Francisco!

¡Que viva el Pueblo salvadoreño con el que no cuesta ser pastor!

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