Según la categoría de los propagandistas, así se hace un ambiente bueno o malo a un producto. Y eso ha pasado con los Documentos del Concilio y de Medellín. No sólo han tenido magníficos intérpretes de su espíritu, sino que han surgido muchos «charlatanes» que los presentan como pretexto para solapar sus extravagancias.
Lo que quisieron los Obispos latinoamericanos-al reunirse en Medellín del 24 de agosto al 6 de septiembre de 1969- fue aplicar el espíritu de Concilio a la realidad de América Latina. Por eso resulta imposible hablar con exactitud de Medellín sin un honrado conocimiento de los documentos conciliares; es querer comentar sin conocer lo que se comenta. No es extraño entonces que un Medellín, leído u oído sin tener en cuenta el soplo del Espíritu que animó el Concilio y sin el ambiente de reflexión y oración que inspiró a nuestros Obispos, resulte para muchos como dice Monseñor Pironio. «Una invitación a la violencia, olvidando que el único camino de un cambio verdadero pasa siempre por el corazón de las bienaventuranzas del Evangelio». Tampoco es extraño que otros, por reacción a los primero o por no querer convertirse, consideren a Medellín «como una palabra prohibida, como si la Iglesia se hubiera olvidado de Jesucristo y hubiera adulterado la palabra de Dios».
Medellín -como el Concilio, observando naturalmente la distancia que por categoría y validez separa ambas expresiones de Magisterio-hay que leerlo «como si fuera una fuerte invitación a la conversión personal». Recuérdese que en Medellín no sólo se escribió de sociología; fueron la Teología, la Liturgia, la Pastoral, la Catequesis, etc., las que unidas trabajaron los 16 documentos que perfilan los aspectos de renovación conciliar que necesitan la iglesia y el hombre en Latinoamérica.
Medellín es un verdadero Pentecostés en nuestro Continente. El espíritu marcó allí la hora y descubrió el verdadero rostro de la Iglesia de Cristo encarnada y dando respuesta a nuestros pueblos. Frente a Medellín ambas posturas son un pecado contra el Espíritu Santo y contra la Iglesia: la que se vale de Medellín para blandir rencores y odios sociales y la que cierra sus oídos a la voz del Espíritu que invita a la conversión de corazón para realizar los cambios que necesitamos. Cuando el Espíritu de Dios habla, sólo hay una postura correcta: oírlo y ser fiel a sus reclamos.
CONTRA LA LEY DE DIOS
El Cardenal Arzobispo de Milán, en un artículo publicado en estos días en L´Osservatore Romano», advirtió que la condición imprudente de un coche es una falta contra la ley de Dios. «La imprudencia es en sí un pecado», aunque no conduzca a un accidente». «Es imperioso crear conciencia y en los deberes que impone la cortesía, más bien que en la potencia del motor del automóvil».
Las palabras del ilustre deben ser meditadas seriamente en nuestro país donde la violencia es uno de los más graves motivos de mortandad. Esta matanza inútil e incomprensible, que alguien ha llamado «la guerra del tráfico» fue denunciada hace años por Pío XII: «La frecuencia de los accidentes mortales de carretera, ha atenuado por desgracia, la natural sensibilidad hacia el horror, al menos objetivo de este hecho: una vida cortada en un instante, sin ningún motivo, y por un semejante, la mayor parte de las veces desconocido. Espantosas son las cifras de estas inútiles muertes proporcionadas por las estadísticas».
El tráfico es hoy una actividad humana que nos envuelve a todos, conductores y peatones. Ya no es simplemente un problema de circulación, sino que una cuestión moral, un problema social de insospechada gravedad, un peligro real que acecha a la vida humana, creando en el ambiente un verdadero estado de ansiedad y una creciente sensación de inseguridad.
La obligación de respetar la vida y la integridad de los demás no se reduce sólo al cuidado de no causarles daño con actos plenamente voluntarios. Al cometer infracciones concretamente señaladas en las leyes y cuando nos se practican las precauciones necesarias para evitar los accidentes, hay ciertamente un grado de culpabilidad, aunque sea indirecta.
Las tragedias producidas por el tráfico no son necesariamente un fenómeno fatal e inevitable, especialmente en la exagerada proporción en que actualmente se producen. Son muchos los riesgos que pueden suprimirse, para disminuir el terrible tributo de víctimas que va aumentando continuamente con el crecimiento progresivo de vehículos y velocidades.
Es urgente reaccionar contra este nuevo método de matar, dándole al tráfico una dimensión social y humana. Las autoridades, los periodistas, los sacerdotes, los maestros y especialmente los padres de familia deben inculcar un sentido de responsabilidad sensibilizando todas las conciencia contra esa guerra del tráfico, que diariamente causa tantos daños personales y materiales, emprendiendo con urgencia campañas periódicas de seguridad, de cortesía, de amistad, de compañerismo, de fraternidad y de respeto a la dignidad de la persona humana.
ESTADÍSTICA ATERRADORA
El Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social informa que a pesar de los grandes esfuerzos que realiza el gobierno nacional, las estadísticas demuestran que el 73 por ciento de los niños menores de cinco años son desnutridos agregando que la solución integral a este problema aterrador, solo se encuentra en la superación de nuestra condición socio-económica.
¿No es un hecho espeluznante y una realidad trágica la que atraviesa la niñez salvadoreña? ¿No sentimos vergüenza los ciudadanos conscientes de que exista semejante lacra en nuestro país? No se conmueven los corazones de los «satisfechos» que no quieren cambios de ninguna clase? ¿Seguirán llamando comunista a los discípulos de Cristo que, como su divino Maestro, sienten compasión por estas muchedumbres hambrientas y quieren remediar la situación de miseria que padecen?.
Si seguimos así, sería mejor que no seamos hipócritas ni fariseos. Mejor no nos llamemos católicos, ni cristianos, ni siquiera humanos, porque, con nuestra conducta, desprestigiamos tan nobles apelativos.
Tenemos que aceptar y practicar la doctrina social de la Iglesia. Debemos establecer un orden más justo. Estamos obligados a redimir a nuestros hermanos necesitados, dándoles condiciones de vida dignas de su calidad de hombre, de su categoría de ciudadanos, de su nobleza de hijos de Dios.
Y no se trata simplemente de dar, como limosna, las migajas que sobran de nuestra mesa. Debemos, para decirlo con las palabras ya clásicas del Concilio, salvar a todos los hombres y a todo el hombre, en cuerpo y alma, atendiendo a sus necesidades materiales y espirituales, pero de manera especial a los niños, a estos seres inocentes que serán, para expresarlo con palabras que ya se han vuelto un lugar común, los ciudadanos del mañana.
Siempre habrá pobres entre nosotros. Pretender lo contrario es una ilusión y una actitud demagógica. Cristo mismo, para darnos el ejemplo, abrazó la pobreza, la santa pobreza de los bienaventurados. Pero este mismo Dios maldice la miseria, que es la carencia de lo necesario, de lo indispensable, que permita al hombre vivir con decoro y con dignidad.