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Nº. 1235 Pág. 3 Patria e Iglesia

En el sesquicentenario de la independencia centroamericana, no sólo están de fiesta las cinco comunidades política que, unidas en una sola Patria, nacieron aquel día para iniciar su marcha por la historia. También la Iglesia participa íntimamente de este regocijo y tiene una palabra oportuna que sólo ella puede decir.

Sólo Ella puede decir esa palabra, pues «la iglesia», que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político algunos, es a la vez signo y salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana». (GS. 76). Es este deber específico de dar testimonio y defender los derechos y valores trascendentes de los ciudadanos, el que inspira su lenguaje y define su actitud en su diálogo con todas las comunidades políticas, así como también es ese deber el que explica sus reclamos y sus conflictos frente a los Estados.

Ella no puede traicionar la misión de recordar a los constructores del bien común temporal que «el hombre no se limita al sólo horizonte temporal, sino que, sujeto a la vez de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna». Y no se crea que por esta misión específica de lo trascendente, la iglesia se «aliena» o se despreocupa de los intereses temporales. Al contrario, es la fidelidad a esta visión trascendente su razón de ser, su fuerza, la que la hace insustituible enmedio de la sociedad, como la sal de la tierra, como la luz del mundo. Gracias a esta fidelidad, a los valores trascendentes, la Iglesia está capacitada en el seno de cada nación y entre las naciones: predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política del ciudadano» (GS. 76).

La Iglesia, que dio inspiración a los que hace 150 años forjaron las Patrias de Centro América, se siente justamente partícipe de estas celebraciones; así como ha sido partícipe en todas las vicisitudes de este siglo y medio de nuestra historia.

Su voz ya es bien conocida. Y con la solemnidad del Concilio puede decir hoy a los gobernantes de la comunidad política: «no la temáis, no pide más que la libertad de creer y de predicar su fe, la libertad de amar a su Dios y servirle, la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida…su acción misteriosa no usurpa nuestra prerrogativas, sino que salva a todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza».

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