Ya se ha vuelto un lugar común entre nosotros la acusación cotidiana contra la iglesia y sus ministros, en las páginas de la prensa diaria, en campo pagado o en artículos de escribidores, que fabrican artículos en serie como las longanizas, con el mal encubierto afán de defender posiciones políticas o económicas.
Ya no puede hablar un obispo, cumpliendo su deber pastoral, sin que se le tilde de comunista. Ya no puede un sacerdote predicar la justicia socia, sin que se le atribuyan tendencias extremistas. Hay incluso, católicos que no vacilan en hacer coro con los enemigos de la Iglesia.
No vamos a negar que ha habido en nuestro país grupos reducidos de cristianos aún de sacerdotes, que se han declarado abiertamente marxistas y partidarios de la violencia, llevados por la impaciencia de mejorar las condiciones de vida que parecen las clases trabajadoras. Pero de esto a tildar a la Iglesia de comunista hay una gran distancia.
Es un hecho incontrovertible que una porción mayoritaria de nuestra población vive en la miseria material espiritual y moral. Negarlo sería cerrar los ojos a la realidad o pretender tapar el sol con la palma de la mano.
Hoy día las clases trabajadoras están conscientes de sus derechos y de sus necesidades y quieren salir de esta situación lamentable en que viven. Los pueblos latinoamericanos están convencido de que la solución de sus problemas no la puede dar un liberalismo caduco, que ha demostrado su fracaso en construir una sociedad mejor, donde el hombre pueda vivir de acuerdo con la dignidad de su naturaleza. Pugnando por encontrar un camino de liberación, algunos sectores han sucumbido a los cantos de sirena del marxismo. Pero la experiencia cubana y el ensayo chileno, han demostrado que el imperialismo soviético o el que ofrecen los chinos rojos, es un remedio peor que la enfermedad.
El resultado de las últimas elecciones uruguayas ha demostrado la desconfianza del pueblo hacia la solución violenta que ofrece el marxismo haciendo fracasar a la «ensalada rusa» que pretendía repetir la experiencia chilena.
La Iglesia no se mete en política, ni es enemiga de los ricos. Pero no puede constituirse en defensora de sus intereses, ni puede traicionar su misión de liberación evangélica. por esto no puede callar, ni permanecer como simple espectadora indiferente a la vista de la injusticia y de la indigencia que parecen los pobres, los predilectos de Cristo.
La Iglesia tiene que sumar sus energía a tantos esfuerzos que se hacen por construir una nueva sociedad, contribuyendo a edificarla con base en la justicia, permaneciendo abierta a la colaboración con todos los hombres de buena voluntad, impregnada del mensaje evangélico, inspira da por la fe y el amor enseñado por Cristo.
La perspectiva de la Iglesia es encender en los corazones de los hombres la esperanza cristiana, nacida de la humilde certeza de que nuestra acción de amor transforma al mundo. «La justicia, para el cristianismo- ha dicho Pablo VI – es la medida mínima del amor».
La Iglesia debe dedicarse a formar las conciencias, a estimular la conversión de los corazones, a espolear a los hombres para que colaboren en la construcción de un mundo justo. Esto nunca se logrará con meras palabras o gestos exteriores, sino con actitudes interiores de los hombres imbuidos por el espíritu evangélico.