María Madre de dios y de los hombres, es siempre noticia y tema de actualidad.
Pero este pueblo nuestro, tan exquisitamente mariano, tiene marcos insustituibles en que la perenne actualidad de la virgen se destaca con una claridad más embellecedora. Uno de esos ambientes de nuestra devoción mariana es el mes de Mayo. Esta primavera típica de flores y sensontles, que hace más bellos nuestros campos y nuestro cielo, parece hecha especialmente para centrar la admiración, la ternura y la confianza de nuestra gente en aquella que «con el don de una gracia tan extraordinaria, aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y terrenas, pero que a la vez está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan salvación».
Se habla de una crisis en la devoción mariana. Pero alguien, con más sentido de observación, ha constatado que si esa crisis existe no ha surgido espontánea en el pueblo, sino que es efecto de la actitud de sus dirigentes espirituales. El «mes de la Virgen» ha dejado de ser signo de María donde se ha dejado de cultivarlo; pero sigue siendo una expresión de delicadezas filiales allí donde los pastores transmiten a sus rebaños el amor que ellos mismo sienten la necesidad de expresar.
Con esto no queremos decir que hay que volver a aquellas celebraciones de Mayo románticas o infalibles, impropias de una humanidad que se cree en fase de maduración. El mismo Concilio ha advertido que «la verdadera devoción no consiste en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad». (LG.67). Lo que pretendemos es aprovechar una oportunidad tan propicia para hacer eco a un principio de pastoral muy inculcado por el Papa y nuestros Obispos: que se utilicen los cuales de nuestras tradiciones popoulares para ofrecer a través de ellos la riqueza doctrinal y la fecunda savia renovadora del Concilio. Que bellas celebraciones de mayo podrían hacerse, en ambientes masivos, o en grupos o familias, si se les diera las dimensiones cristocéntricas, eclesiológicas, bíblicas, litúrgicas, ecuménicas, etc, con que el Concilio ha enriquecido nuestro tiempo. Y cómo se agrandaría así, ante el pensamiento y el corazón de nuestra gente la figura y el papel insuperable de María en el ministerio de Cristo y en la misión de la Iglesia.
Por lo demás, el mes de Mayo dedicado a la Virgen entra con todo derecho en aquel imperativo del Vaticano II: «estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella, recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos» (LG.67).
Y es que la Iglesia sabe que si la figura de María, como quiere el Concilio, se destacará en toda su belleza, «como una luz que precede el peregrinante pueblo de Dios», lejos de extraviarse por veredas u objetivos equivocados o dudosos, vería muy clara la meta y el camino por donde debe marchar: la perfección de todos los hombres (su dignidad, su libertad, etc) sin estridencias ni demagogias, sino evangélicamente, «tal como la han alcanzado ya en María».