En el torbellino de luchas, contradicciones, ideologías, opiniones, teorías e interpretaciones, el cristiano común y corriente, el hombre de fe y de buena voluntad, el que no es ni se cree un gran teólogo ni un sabio ¿a quién creer?, ¿a dónde debe acudir en busca de la verdad? ¿ en qué fuente ha de beber el agua pura de la vida eterna?, ¿hacia dónde tiene que volver los ojos en busca de la luz?
Los laicos católicos ya estamos cansados de que se nos diga que la verdad y la salvación están en la Biblia, en los decretos del Concilio o en los documentos de Medellín. Ya lo sabemos. Y lo sabemos de sobra. Pero también estamos aburridos y escandalizados de ver y contemplar el hecho de que los grandes sabio, los formidables teólogos, los autosuficientes redentores de la humanidad, interpreten la palabra de Dios a su antojo, contradiciéndose mutuamente, sembrando la confusión en las mentes y el desconsuelo en los corazones.
Y hoy, como en los tiempos de Cristo, los laicos sinceros e ignorantes, dirigimos nuestras miradas al cielo y volvemos a preguntar angustiosamente: «¿Señor, a quién iremos, a quién escucharemos, a quién creeremos?
Y sólo encontramos una contestación que nos satisface, que nos conforta, que nos hace sentirnos seguros en la fe, que no nos deja vacilar en nuestras creencias. Y esta contestación es la de creer, escuchar y acatar las enseñanzas del Magisterio Eclesiástico, que reside principalmente en el Vicario de Cristo, piedra fundamental en la Iglesia visible, Maestro de la fe, principio de unidad del pueblo de Dios, vínculo de unión entre la humanidad y Cristo.
Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que el Señor haya escogido a los apóstoles entre los hombres más humildes e ignorantes de su tiempo y ni siquiera tomó en cuenta a los presuntuosos doctores de la ley, que eran los teólogos de aquella época, que se creían los grandes sabios. Más bien Cristo se dedicó, desde su primer encuentro con ellos, cuando apenas tenía doce años, a discutir y refutar sus enseñanzas y sus errores y su proverbial soberbia.
Más bien el Señor quiso demostrarnos lo deleznable de la ciencia humana, sujeta al error de la confusión. No quiso enseñar que la Iglesia se fundaría, estará guiada y dirigida, a través de los tiempos, y hasta la consumación de los siglos, por el mismo Espíritu Santo. Porque si esta Iglesia fuera encomendada solamente a los hombres, como todas las obras humanas, se hubiera ya acabado hace muchos siglos. Y está es precisamente, la mejor prueba de la divinidad de la Iglesia. Porque estando en manos de los hombres, porque a pesar de los hombres, sigue viviendo y progresando a través de los tiempos y contra todas las tormentas que la han azotado.
Cristo, nuestro Señor, en su sabiduría infinita, puesto al frente de su Iglesia a Pedro, el Pescador de Almas, encomendándole a él y sus sucesores, su representación, sus poderes, sobre todo la Iglesia.
Pero el Papa no es una idea abstracta, ni un símbolo, ni una figura decorativa. El es el Vicario, que quiere decir quien hace las veces de otro, del mismo Cristo nuestro Señor.
Y este Papa se llama hoy Pablo VI, quien aún hablando humanamente, es una persona de cualidades extraordinarias, lleno de virtudes, colmado de sabiduría, el teólogo por excelencia, el teólogo de todos los teólogos.
¿A quién iremos, pues? ¿A quién escucharemos?. Solo hay una respuesta: A Pablo VI, el hombre sabio, el hombre virtuoso, el hombre de Dios, el hombre infalible, el único sobre la faz de la tierra que no puede equivocarse en materias de fe y de moral.