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Nº. 1983 Pág. 3 Un derroche inútil

Con mucha frecuencia hemos visto, al asistir a bodas religiosas, que las iglesias se adornan con un verdadero derroche de flores y adornos de toda clase en un verdadero alarde de vanidad, en una exhibición ridícula de lujo, en un gasto inútil y dispendioso de dinero que se puede utilizar en forma mucho más beneficiosa y conveniente.

Muchas personas que hacen estos derroches se dejan llevar por la fuerza de la costumbre. El salvadoreño, en general, tanto el rico como el pobre, es derrochador por naturaleza. El pobre gasta en cosas baladíes lo que necesita para el pan de sus hijos. Ya hemos visto, por ejemplo, a una simple empleada de comercio, que continuamente vivía endeudada, por hacer una fiesta «rosa» para celebrar los quince años de una de sus hijas, cuando necesitaba dinero para gastos indispensables de su hogar. Igualmente sucede con la clase media, que generalmente da demasiada importancia a los compromisos sociales, botando siempre la casa por la ventana. Ni hablemos de los ricos, aún cuando derrochan dinero que les sobra, en un alarde inútil y antisocial de exhibicionismo.

Donde verdaderamente no se puede tolerar este lujo tan costoso, no importa la capacidad económica de las personas, es precisamente en las ceremonias religiosas, más en estos tiempos de austeridad, de renovación eclesial, de espíritu postconciliar.
Con mucha facilidad tildamos de comunista a cualquier «cura» que predica la justicia social, pero no nos percatamos que los lujos y derroches están diametralmente opuestos al espíritu cristiano y a la más auténtica caridad, porque constituyen un reto, una burla, un sarcasmo frente a la situación de miseria que padecen nuestras clases populares.

Estamos muy lejos de las actitudes demagógicas de los que predican el odio contra los ricos, por el solo hecho de serlo. Comprendemos muy bien que tienen derecho a darle a sus familias una vida desahogada y provista de comodidades. Pero de esto al derroche hay mucha distancia. Porque no debemos olvidar la doctrina de la iglesia sobre la función social del capital, que nos enseña claramente que no somos dueños absolutos del dinero, sino que debemos utilizarlo en beneficio de la sociedad, haciendo el bien a nuestros semejantes.
Nadie puede, sin pecar gravemente, coger en la mano un billete de a cien y darle fuego. Nadie puede, con espíritu cristiano, derrochar inútilmente su dinero.

Que nuestras costumbres, por lo menos algunas, son malas, no cabe duda. Por lo mismo es necesario reformarlas, si queremos ser auténticamente cristianos, si tenemos un corazón verdaderamente humano, si nuestro patriotismo no es de la boca para fuera. Y una de esas malas costumbres que tenemos es el derroche de las bodas, tanto en la ceremonia religiosa, como en la fiesta de celebración que le sigue.
Está muy bien adornar la Iglesia para darle solemnidad a la ceremonia. Es justo y lícito una reunión social para celebrar el gran acontecimiento familiar. Pero en vez de hacerlo con lujo y derroche, en un alarde de «nuevos ricos», ¿Porqué no ahorramos unos poco miles de colones de nuestros gastos, para favorecer, por ejemplo, a una familia pobre?

¿No sería una bendición del cielo para el hogar que se funda, que parte de ese dinero sirviera para proporcionarle una pequeña y humilde vivienda a otro hogar pobre, que carece de techo?

Todas las flores que adornan la Iglesia se marchitan en un par de días. Se acaba la ceremonia en una hora. Pero la casita humilde y pequeña que dará albergue a una familia pobre, hará la felicidad de quien la recibe y contribuirá a garantizar una dicha interminable para los nuevos esposos. Porque es cierto que siempre es más feliz el que da que quien lo recibe. Por la bendición de Dios que siempre paga el ciento por uno en esta vida y que considera como un favor hecho a El mismo todo lo que se hace por los pobres.

COMBATIR LA USURA
La Asamblea Legislativa está estudiando la forma de dictar medidas para que el interés legal no exceda del uno por ciento mensual, con el objeto de combatir el agio y la usura.

Es indudable que éstas reformas son necesarias en nuestro país, donde la gente necesita miserablemente explotada, con préstamos que devengan intereses verdaderamente monstruosos, que a la postro, resultan imposibles de pagar, perdiendo las víctimas sus prendas y sus haberes.

Tenemos conocimientos de que es muy común encontrar prestamistas que cobran el diez y el veinte por ciento mensual. Todavía más; en los mercados hay gente que se dedica a proporcionar dinero a los trabajadores más humildes, a veinte centavos diario por cada peso, resultando un interés monstruoso del 600 porciento mensual.

Y pensar -si mal no recordamos- que el «Avaro» de Moliere cobraba el módico interés del doce por ciento anual, que hoy día es un tipo bancario, común y corriente. De modo que el personaje del dramaturgo francés resultaría hoy un santo comparado con los agiotistas modernos.

Pero lo importante no es fijar el tipo de interés, que puede variar según los tiempos y circunstancias, pues sabemos que en otros países hay instituciones bancarias que cobran una tasa superior al doce por ciento anual. Lo importante es dictar medidas que impidan el «truco» de los prestamistas, para aludir la ley, haciendo firmar a la personas necesitadas, documentos por una cantidad mayor que la recibida, para disimular la tasa excesiva de intereses.

Ni basta solamente una labor de presión externa, que tienda a impedir los abusos y explotaciones. Se necesita, más que todo, una labor positiva, que cosiste en facilitar los créditos a personas de escasos recursos, fundando y apoyando a instituciones oficiales y privadas, que puedan proporcionar préstamos a un interés justo y conveniente.

Y ésta es la única manera eficaz de combatir el agiotismo y la usura. Porque ya sabemos de sobre lo que dice la sabiduría popular: puesta la ley, puesta la trampa.

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