Para que haya unidad no basta creer lo mismo. Hay que compartir sufrimientos.
LA UNIDAD DE LA IGLESIA
El servicio al Evangelio y la persecución a la iglesia han tenido como fruto precioso la unidad de la Arquidiócesis, de una forma desconocida hasta ahora. Con alegría hemos podido constatar que muchas barreras han desaparecido. Nunca como ahora se ha dado la unidad de los Pastores con los Religiosos, Religiosas y Laicos. Son innumerables las cartas de solidaridad y de estímulo para continuar viviendo este testimonio, recibidas de Cardenales, Obispos, conferencias Episcopales, gremios sacerdotales, religiosos y laicales. Hemos recibido también adhesiones de muchos hermanos separados de dentro y fuera del país, a quienes queremos agradecer públicamente su gesto fraternal y cristiano. Recordamos también con alegría, porque han sido expresiones de unidad, las diversas eucaristías multitudinarias, las procesiones, las innumerables reuniones y los contactos privados con comunidades y toda clase de personas. Esta unidad y solidaridad es para mí un signo muy claro de que hemos elegido el camino recto.
Pero, de nuevo, los acontecimientos de los últimos meses nos recuerdan que la unidad de los cristianos se consigue no sólo con la confesión de labios de una misma fe, sino en la puesta en práctica de esa fe; se consigue alrededor de un esfuerzo común, de una misma misión; se consigue en la fidelidad a la palabra y a la exigencia de Jesucristo, y se cimienta en el sufrimiento común. No puede haber unidad en la Iglesia ignorando la realidad del mundo en que vivimos. Por ello, aunque la manifestación de la unidad ha sido impresionante, no ha sido total. Algunos que se llaman a si mismos cristianos, por ignorancia o por defender sus propios intereses, no han contribuido a la unidad de la Arquidiócesis, sino que, anclados en un falso tradicionalismo, han malinterpretado la actuación y enseñanza de la Iglesia actual, han pretendido desoír la voz del Vaticano II y de Medellín y se han escandalizado del nuevo rostro de la Iglesia.
Apelamos pues, de nuevo, a la unidad de todos los católicos y la deseamos vivamente; pero no podemos poner como precio de esa unidad el cesar en nuestra misión. Recordemos que lo que divide no es la actuación de la Iglesia, sino el pecado del mundo de nuestra sociedad. Lo que ha ocurrido en nuestra Arquidiócesis y lo que siempre ha ocurrido cuando la Iglesia es fiel a su misión, es que cuando la Iglesia se introduce con una intención salvadora y liberadora en el mundo del pecado, el pecado del mundo se introduce en la Iglesia y la divide; separa a los cristianos auténticos y de buena voluntad de los cristianos de nombre y apariencia.
En estos momentos, más que nunca, la Arquidiócesis necesita de la unidad, tanto para hacerse creíble como para ser eficaz. La Iglesia se hace creíble cuando unifica sus esfuerzos, no en su propio provecho, sino en servicio al Evangelio de Cristo. Y la Iglesia necesita la unidad para ser también eficaz. En los últimos meses la Arquidiócesis ha perdido muchos sacerdotes y catequistas; pero, por otra parte, dichosamente se ha incrementado el trabajo pastoral al incrementarse la conciencia de muchos católicos. La Iglesia se ve forzada a asumir nuevas tareas en los medios de comunicación social, como son nuestro semanario Orientación y nuestra radio YSAX, nuevas tareas en colegios católicos que quieren avanzar en una pastoral auténticamente cristiana y social, nuevas tareas en parroquias en las que los laicos quieren realmente poner su voz y su esfuerzo al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia.
En nuestras circunstancias croncretas y en esta hora privilegiada de la Arquidiócesis, la unidad se debe lograr alrededor del Evangelio, a través de la palabra autorizada del Pastor. Deseo vivamente que todos los sacerdotes, diocesanos y religiosos, y todos los religiosos y religiosas unifiquemos nuestros esfuerzos alrededor de las directrices del Arzobispado, aunque para ello tengamos que ceder de nuestros puntos de vista y de enfoques anticuados. Y deseo, sobre todo, que los laicos sean también colaboradores eficaces del Obispo, máxime hoy cuando han disminuido notablemente los sacerdotes.
Es cierto que la actuación de la Arquidiócesis en los últimos meses está produciendo sus frutos en el interés de muchos jóvenes por la vida sacerdotal y religiosa pero es también cierto que, a través de la persecución a los sacerdotes, el Señor está llamando claramente a los laicos a que asuman sus responsabilidad dentro de la Iglesia. Este es el momento para que todos los católicos nos sintamos verdaderamente Iglesia, demos todos el testimonio de nuestra fe y todos colaboremos a la evangelización, tanto al extender la fe en Cristo como al extender su Reino y traducirlo en estructuras de justicia y de paz.
LA ESPERANZA DE LA IGLESIA
Por paradójico que parezca, nunca ha existido en nuestra Arquidiócesis tanta esperanza como ahora, en uno de los momentos más difíciles de su historia. La persecución no ha producido el desánimo, el repliegue o la claudicación, sino la esperanza cristiana. Esto se ha demostrado en la fortaleza con que muchos cristianos, sacerdotes y laicos, hombres de la ciudad y campesinos, han actuado en los últimos meses. Se ha mostrado también en un movimiento de conversión. Se ha mostrado en la solidaridad de muchos cristianos con nuestra actuación según las expresiones de centenares de cartas y telegramas.
El cristiano es el hombre de la esperanza. «Qué nos separará del amor de Cristo?», (Rom. 8,35) preguntaba San Pablo. Y, siguiendo su idea, también nosotros afirmamos que ni las muertes, ni las expulsiones, ni los sufrimientos son capaces de apartarnos del amor de Cristo y de seguir su camino. Aquí, en el amor de Cristo, está el fundamento de nuestra esperanza.
Pero esta esperanza sólo toma cuerpo entre la convivencia fraternal de los hombres; por eso, la Iglesia de la Arquidiócesis está interesada y esperanzada en que nuestro país tenga, fuera y dentro de nuestras fronteras, una imagen nueva y mejor. Y precisamente por eso repite la Iglesia que le objeto de su esperanza está inseparablemente unido a la justicia social, al mejoramiento real del hombre salvadoreño, sobre todo, de las mayorías campesinas, a la defensa de sus derechos humanos, al derecho de organización, sobre todo de aquellos que, como los campesinos, son más fácil víctima de la opresión cuando se les priva de tal derecho.
Por último, quiero repetir mi esperanza, que es esperanza de toda la Arquidiócesis, de que el Gobierno comprenda cuán correcta y humanitaria ha sido la acción de la Iglesia, la cual no puede cesar en esa misión de evangelización integral. La Iglesia no tiene interés en que continúe esta situación tensa con el Gobierno, al contrario, su ideal expresado en el Concilio es el de llegar a una «sana cooperación»; pero para que esto sea así, tiene que existir una base sólida de servicio sincero a todos los salvadoreños. Por eso, al ofrecimiento de diálogo del señor Presidente, la Iglesia reitera su disponibilidad de diálogo, siempre que el diálogo esté basado en un lenguaje común y no en el desprestigio y la difamación del lenguaje de la Iglesia; y siempre que una secuencia de hechos logren restituir a la Iglesia la confianza perdida. Tales hechos, desde luego son los hechos de justicia y de reconciliación como la aclaración de la suerte de tantos desaparecidos, el cese de capturas arbitrarias y de torturas, el regreso a sus hogares con garantía de libertad de todos los que huyen víctimas del temor, el regreso al país de los sacerdotes que lo tienen prohibido sin motivo justo, la revisión de las expulsiones de sacerdotes oyéndoles en juicio.
El diálogo que se iniciaría en ese clima de justicia y confianza, de cara al bien común del pueblo, de ninguna manera buscaría privilegios ni se basaría en competencias de carácter políticos, sino que tendería a esa «sana cooperación», entre Gobierno e Iglesia para la creación de un orden social justo, eliminando progresivamente las estructuras injustas y promoviendo los «hombres nuevos» que el país necesita para manejar y vivir en las nuevas estructuras de la justicia, de la paz y de l amor.
CONCLUSIÓN
Cuerpo de Cristo en la historia, la Iglesia de la Arquidiócesis va comprendiendo mejor cada año que la fiesta del 6 de agosto es algo más que una fiesta titular. Es más bien la celebración de una alianza que compromete hasta una identificación de pensamiento y de destino a todos los salvadoreños bautizados con el Divino Salvador del Mundo. Porque todos los bautizados formamos la Iglesia que encarna a Cristo en la historia de nuestra Patria.
Nuestro compromiso ya no nos deja tener una inspiración u objetivo distinto del mensaje y de la inspiración de Cristo para construir la historia salvadoreña. Si no somos fieles a este compromiso, construyendo una patria mejor que refleje en nuestra historia de la tierra el Reino definitivo de los cielos, traicionaremos nuestra misma fe y nuestra misma Patria. Nuestra fidelidad a cristo, Señor de nuestra historia, nos dará la satisfacción profunda de haber sido con él los constructores de su Reino aquí en El Salvador, para felicidad de todos los salvadoreños.
Que la Reina de la Paz, Patrona también principal de nuestro país, Madre del Cuerpo original de Cristo y por eso mismo Madre del Cuerpo de Cristo que se prolonga en la historia, cuide con protección poderosa de Madre a nuestra Iglesia y a nuestra Patria. Bajo su palma de paz, encarne aquí en el pueblo salvadoreño el Reino de Dios que Cristo sigue predicando mediante su Iglesia. Un reino que «no usurpa vuestras prerrogativas, sino que salva todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad y de belleza» (Mensaje del Concilio a los gobernantes, n.4)
San Salvador, en la Fiesta de la Transfiguración del Señor, seis de agosto de mil novecientos setenta y siete.
Oscar A. Romero
Arzobispo de San Salvador