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Nº. 4039 Pág. 1 LA PALABRA DEL ARZOBISPO

El Nuevo Vicario General
Monseñor Ricardo Urioste ha sido nombrado vicario general de la Arquidiócesis de San Salvador, al tener que ir Monseñor Rivera Damas a ocupar la sede episcopal de Santiago de María.

Ya expresé mis sentimientos de gratitud, admiración y solidaridad para con Monseñor Rivera, para quien toda la Iglesia particular de San Salvador está pidiendo al Señor las mejores bendiciones pastorales para él y su nuevo campo apostólico.
Hoy quiero presentar ante el querido Presbítero y ante todos los demás sectores de nuestra comunidad arquidiocesana la persona del nuevo Vicario General y el significado de su cargo tan importante en toda la Arquidiócesis.

La personalidad de Monseñor Urioste se destaca por su capacidad intelectual y cultural, por su conocimiento y experiencia pastorales, por su don de gentes y otras cualidades humanas y sacerdotales que le han merecido el respeto y aprecio fraternal del clero y la amistad del mundo seglar en todos sus estratos sociales. Naturalmente que, como todo humano, lleva también el lastre de los defectos y limitaciones con que todos los hombres tenemos que contar, pero que, en los hombres que se destacan, constituyen el blanco privilegiado de comentarios y críticas muchas veces calumniosas y despiadadas.

Juzgo pues, que prevalecen los valores positivos en Monseñor Urioste para hacerlo depositario de una autoridad jerárquica que, de acuerdo con los delineamientos canónicos, lo identifica con la autoridad del Obispo.

El derecho canónico sitúa al Vicario General entre los «Ordinarios», entendiéndose por esa palabra el eclesiástico que tiene una potestad de jurisdicción «ordinaria, es decir que tiene esa potestad de jurisdicción no por una delegación personal del Obispo, sino porque el mismo derecho eclesiástico la confiere a ese oficio o cargo.

Ciertamente el Obispo es quien nombra y remueve libremente a su vicario General, así como también puede delimitarle su jurisdicción pero es el mismo derecho el que le da la autoridad que el Obispo le señala en el ámbito de la Diócesis.

Según el espíritu del Derecho Canónico, ha de nombrarse un solo Vicario General, a no ser que las necesidades de la Diócesis aconsejen el nombramiento de varios. El Concilio Vaticano II facilitó la solución de este problema al crear la figura de los «Vicarios Episcopales» que, para su cargo, reciben la potestad no del derecho sino delegada del Obispo; y, por eso, el Vicario Episcopal no es «Ordinario» sino que tiene su jurisdicción «delegada».

Son los canones 366 al 371 los que describen la figura y la competencia del Vicario General; por ejemplo; que debe ser del clero diocesano, mayor de 30 años, experto en teología y derecho canónico, recomendable por su sana doctrina, probidad, prudencia y experiencia en asuntos de gobierno, etc.

Pero, por encima de todos estos delineamientos jurídicos -respetándolos naturalmente porque Cristo ha querido a su Iglesia como una institución organizada-, lo que quiero subrayar, al presentar al nuevo Vicario General de la Arquidiócesis, es el objetivo principal de la Iglesia: compactar en la unidad jerárquica al clero, a la vida religiosa, a todo el pueblo de Dios para hacerlo participante e instrumentos en el mundo de la verdad y de la gracia del Divino Salvador.
El Arzobispo

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