Pueblo Solidario con Monseñor Romero
UN DOCTORADO QUE ES HONOR DE LA ARQUIDIÓCESIS Y DE EL SALVADOR
Monseñor Romero dijo que recibía el «Doctorado de honoris Causa» de la Universidad de Georgetown:
– como un sólido apoyo a la causa de los derechos humanos,
– como un reconocimiento a todos los colaboradores de esa causa,
– como solidaridad de consuelo y esperanza para todos los que sufren el atropello de sus derechos fundamentales,
– y como un eco de la denuncia y de la llamada a la conversión
La Catedral de San Salvador se ha transformado, esta noche, en el paraninfo de la célebre Universidad de Georgetown. Se revive así aquel antiguo consorcio de la cultura académica que, en otro tiempo, vivieron clásicas catedrales y famosas universidades. Se recuerda también que fue a la sombra de las catedrales donde nacieron estos centros académicos de alta cultura que hoy son gloria de todas las ramas del saber en el mundo.
Pero hay algo original en este ambiente sacroacadémico que conjugan Georgetown y nuestra Catedral. Y es que soy yo mismo Pastor y Maestro de la fe en esta Arquidiócesis- quien viste, en su propia cátedra, el honroso atuendo de un doctorado en letras humanas que «honoris causa» viene a conferirme generosamente la Alma Mater de Georgetown.
Y es esta originalidad la que quiero destacar, al expresar mi agradecimiento y mi saludo. Porque creo que ese signo original de un humilde pastor, revestido con un título universitario, el que esté expresando el alcance profético y eclesial de las intenciones de Georgetown y de quien, emocionado y agradecido, recibe este inmenso homenaje.
En este solemne momento de mi vida, no quiero ser más que un signo. Un signo cuya mayor gloria y satisfacción consiste, como la de Juan Bautista, en declinar la presencia y la voz del hombre, para que crezca y triunfe la Palabra Eterna del Mensaje. Por eso se lleva a cabo esta generosa iniciativa de Georgetown en esta Catedral, símbolo de la unidad y del magisterio del Obispo; porque he querido aceptar este honor identificándolo con el mensaje evangélico que predico, en íntima comunión de ideales y de afecto con mi querido Presbíterio, con toda esta bella y exuberante porción de la vida religiosa consagrada y del Pueblo de Dios que se me ha confiado.
Para mí pues, el noble y generoso gesto de la Universidad de Georgetown, al concederme su máximo honor académico de «Doctor honoris causa en Letras Humanas», tiene estas cuatro dimensiones que, con mi Iglesia y con mi Pueblo, agradezco con gratitud inmortal:
– es un sólido apoyo a la causa de los derechos humanos;
– es un reconocimiento a todos los colaboradores de esa causa;
– es una solidaridad de consuelo y esperanza para con todos los que sufren
el atropello de su libertad y de su dignidad
– y es un eco de la denuncia y de la llamada a conversión
I
Sí. Esta «razón de honor» con que Georgetown aprueba la modesta labor de este Arzobispo, es, ante todo, un sólido apoyo a la noble causa del humanismo cristiano que nuestra Iglesia proclama y defiende. «Un Doctorado en Letras Humanas» de parte de una célebre Universidad para un Jerarca de la Iglesia católica de El Salvador, significa un aplauso de resonancia mundial al «Humanismo nuevo» que la Iglesia de hoy enseña y practica después de haberlo reflexionado principalmente en dos momentos solemnes de su Magisterio actual: el Concilio Vaticano II y la Reunión de Pastores Latinoamericanos en Medellín.
Al concluir el Concilio, S. S. Pablo VI pudo desafiar «a los humanistas modernos que renuncian a la trascendencia de las cosas supremas» a reconocer el mérito del «nuevo humanismo» del Concilio. También nosotros -les dijo el Papa- y más que nadie, somos promotores del hombre…al hombre, en cuanto tal, este Concilio le ha reconocido su vocación fundamental a una plenitud de derechos y a una trascendencia de destinos; sus supremas aspiraciones a la existencia, a la dignidad de la persona, a la honrada libertad, a la cultura, a la renovación del orden social, a la justicia, a la paz, han sido purificadas y estimuladas». Y el Papa elevaba hasta su máxima vertiente teológica este irrenunciable servicio de la Iglesia a la dignidad humana, cuando recordaba «cómo en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (Cf. Mt. 25,40), el Hijo del hombre; y, si el rostro de Cristo podemos y debemos, además, reconocer el rostro del Padre celestial: «quien me ve a mí, dijo Jesús- ve también al Padre» (Jo. 14,9), nuestro humanismo se hace cristianismo, nuestro cristianismo se hace teocéntrico; tanto que podemos afirmar también que para conocer a Dios es necesario conocer al hombre» (Aloc. de clausura del Concilio, 7 de Dic. de 1965)
También fue una perspectiva teológica y trascendente la que inspiró a los Obispos latinoamericanos cuando, en Medellín, orientaron la Evangelización de nuestro continente al servicio de los derechos y de la promoción humanos. Sintieron que era una auténtica llamada del Espíritu, que la conciencia de la Iglesia, no podía rehuir, «el sordo clamor que brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte». (Doc. 14,2).
En la misma línea evangélica de este servicio humano, Pablo VI acaba de reconocer y alabar el empeño del pueblo salvadoreño por mejorar sus condiciones de vida, partiendo de esa visión global del hombre y de la humanidad que le enseña la Iglesia (ef. Populorum Progressio, 13)». Al mismo tiempo, el Papa denunció con suficiente claridad, el 15 de diciembre, a nuestro Embajador ante la Santa sede, la falta de libertad para la Iglesia, los lutos de la violencia y de la represión, y las «injusticias evidentes que impiden que los bienes creados lleguen de manera equitativa a todos» (Discurso al Embajador de El Salvador, 15 de Diciembre de 1977).
Este es pues, el «nuevo humanismo» de nuestra Iglesia; es el mismo encargo de redimir del pecado a los hombres y conducirlos a la vida eterna, pero a partir de las realidades de esta tierra donde ya es un deber implantar el Reino de Dios. Esta es la causa a la que queremos ser fieles en todas sus consecuencias. Y el homenaje de Georgetown nos satisface no sólo como una honra sino, sobre todo, porque afianza la autenticidad de nuestra causa: la causa del humanismo cristiano.
II
Por eso, este honor no lo puedo aceptar yo solo. Siento que es de justicia compartirlo en comunión con toda nuestra Iglesia particular. Y también con quienes, aún sin pertenecer a la Iglesia, han hecho suya esta causa por la simpatía, el apoyo y la colaboración. Se trata de incontables sacerdotes, comunidades religiosas, laicos católicos, protestantes con sincero sentido del Evangelio y otros hombres de buena voluntad que han encarnado esa causa y la han defendido incluso hasta el heroísmo de la sangre y de la persecución.
Entiende entonces que compartir este honor no tanto significa gozar juntos una satisfacción por el deber cumplido al servicio de una noble causa humana, sino, sobre todo, significa el llamamiento a nuevos compromisos con el humanismo del Evangelio, único que puede humanizar el forma eficiente las relaciones de los hombres en este mundo. La presencia y la actitud de Georgetown en nuestra Arquidiócesis significa una providencial promoción humana que coincide con las esperanzas del Magisterio actual de la Iglesia: «Si para llevar a cabo el desarrollo se necesitan técnicos, cada vez en mayor número -enseña «la Encíclica Populorum Progressio n.20, para este mismo desarrollo se exige más todavía pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse así mismo, asumiendo los valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación. Así podrá realizarse, en toda su plenitud, el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas». Y el Concilio recuerda la rica aportación de que nuestros pueblos pobres son capaces en este fecundo campo del humanismo: «El destino futuro del hombre -dice la constitución Gaudium et spes- corre peligro si no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación». (G. S. 15)
III
También he querido interpretar este obsequio espiritual y cultural de la universidad de Georgetown a nuestra Iglesia, como un gesto y una voz de solidaridad, que inspira aliento y esperanza a los que sufren aquí, en formas tan diversas y humillantes, el atropello de sus derechos fundamentales. Porque esta «motivación de honor» que Georgetown ha sentido para venir a rendirme este homenaje inolvidable, se ha originado allí, en la triste experiencia de los ultrajados a quienes esta Iglesia ha sentido el deber de defender, denunciando los ultrajes. Y esta voz de defensa y denuncia que muchas veces ha sido interesadamente silenciada, distorsionada y calumniada, o ingenuamente incomprendida por algunos aún dentro de nuestras fronteras, se siente hoy esclarecida, robustecida y estimulada por una actuación serenamente reflexionada en el ambiente cultura de una universidad de prestigio, que, por otra parte, guarda la suficiente distancia para no proceder por presiones o apasionamientos.
El juicio académico coincide y congenia con la actitud pastoral de una Iglesia que sinceramente sólo ha deseado vivir la misión de Siervo de Yahvé, «enviado a anunciar la buena nueva a los pobres…a vendar los corazones rotos…a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad…a consolar a todos los que lloran» (Is. 61,1-2)
En el ámbito de nuestra Iglesia particular, nuestro servicio humano ha querido ser un eco fiel a la noble voz de Pablo VI en el aula magna de las Naciones Unidas: «Tenemos conciencia de hacer nuestra la voz de los muertos como de los vivos…dijo allí el Papa, hablando de las trágicas consecuencias de las guerras, aquí podemos pensar en los muertos víctimas de la crueldad y en los vivos que van llevando atemorizados, las huellas de la tortura, del atropello y también de la amenaza La voz de las jóvenes generaciones de hoy que avanzan desconfiadas, esperando con derecho una humanidad mejor. Hacemos también nuesta la voz de los pobres, de los desheredados, de los desgraciados, de quienes aspiran a la justicia, a la dignidad de vivir, a la libertad, al bienestar y al progreso2. (Discurso en la NN, UU, 12. 4 Oct. 1965)
Por eso digo que el sufrimientos, el temor, la inseguridad, la marginación de muchos hermanos, están aquí recibiendo hoy conmigo un homenaje de respeto y admiración, lo mismo que un rayo de consuelo y esperanza. Georgetown representa aquí, en la Catedral de San Salvador la solidaridad sincera de la cultura humana y cristiana que, por encima de las fronteras y de las conveniencias volubles de la política y la diplomacia, se pone al sincero servicio de la igualdad, de la libertad y de la dignidad de todos los hombres.
VI
Finalmente, creo que no estaría completo el sentido eclesial y profético de este homenaje al humanismo, si olvidáramos el poderoso sector humano que, desde un verdadero culto a la violencia -institucionalizada o reaccionaria- atropella y sacrifica la dignidad de las imágenes de Dios. El servicio y la defensa de esta dignidad del hombre, el dolor y la vergüenza de tanta gente y tantos hogares ultrajados y desolados, ha puesto en la boca de nuestra Iglesia el grito angustioso de la denuncia el repudio. «No a la violencia» ha sido su grito imparcial contra cualquier mano que se levanta contra cualquier hombre y hace la violencia un acto que mancha de pecado el mundo.
Pero en ese grito de denuncia y repudio, jamás inspiró a la Iglesia la pasión de la venganza o el resentimiento. Su reclamo ha sido la expresión severa de una madre que recuerda a sus dos hijos en conflicto que son hermanos; su voz ha sido la voz de la redención que llama a conversión y ofrece perdón al fratricida que se arrepiente.
La voz de la Iglesia ha sido aquí el eco de un amor fraterno que inspirado, desde la fe en la verdad revelada por Dios, la fecunda doctrina social que la Iglesia ofrece, como ingrediente necesario, al necesario diálogo de las autoridades con el capital y el trabajo, a fin de superar y prevenir represiones y violencias sangrientas y malestares sociales, y construir una paz sólida sobre cimientos de justicia y de amor.
Ha razonado también en su voz, el acento de la dignidad de una Iglesia que prefiere su fidelidad al Evangelio a los privilegios del poder y del dinero, cuando éstos pueden empañar su testimonio y su credibilidad. Pero que no rehuye un diálogo constructivo con esos mismos poderes, toda vez que los hechos demuestren la sinceridad y la efectividad de un servicio común a la doble vocación del hombre creado para vivir con felicidad y dignidad en esta tierra y para su destino feliz más allá de la historia.
CONCLUSIÓN
Señores Presidentes y Representantes del Consejos de Directores Dres. Timothy Healy y Robert Mitchell:
En comunión con toda la Iglesia de la Arquidiócesis de San Salvador y en unión de ideales con todos los hombres de buena voluntad, artífices de la causa humana de nuestro país; solidario con todos los hombres y mujeres atropellados en su libertad o en su dignidad por cualquier clase de violencia, yo recibo, agradecido el alto honor de Doctor en Humanidades que la Universidad de Georgetown por el digno medio de ustedes me confiere.
Que Dios recompense este generoso y expresivo gesto con nuevos prestigios cristianos para la historia de esa ilustre alma Mater.
Mil gracias también a vosotros, queridos amigos, organizadores y colaboradores de este inolvidable acto que con fraternal comprensión y cariño, me habéis ayudado y expresar la trascendencia de este acontecimiento tan significativo para la vida de esta Iglesia y de su Pastor.
Gracias a todos vosotros, amigos, que con vuestra amable felicitación y con vuestra presencia física o espiritual habéis estrechado más vuestra solidaridad con este humilde servidor del humanismo del Evangelio.
Compartamos fraternalmente el honor que la Universidad de Georgetown nos deja como una nueva voz del Espíritu que sigue señalando el camino por donde debe marchar nuestra Iglesia.