Celebremos una Pascual completa
Queremos insistir en que para nuestra Iglesia la meta de la Cuaresma y la Semana Santa es la celebración de la Pascua, es decir, la muerte y la resurrección del Redentor. Es la fiesta anual de nuestra redención la que celebramos con sentimientos de fe y de conversión. Y la redención, en la que confiamos, se operó bajo esos dos aspectos: muerte y resurrección.
Tenemos que insistir porque pesa una densa tradición en nuestros pueblos que hace consistir la Semana Santa sólo en el aspecto doloroso de la Pasión de Cristo. Para muchos católicos la cumbre de la Semana Santa es el «Santo Entierro». Allí como que termina su compromiso cristiano, porque después de esa Procesión del Viernes Santo o muy temprano el Sábado Santo ya van de paseo, sino es que vuelven al paseo que interrumpieron para venir a participar en el «entierro» de Cristo. Es necesario reaccionar contra esta visión parcial de la redención cristiana. ¿Qué optimismo de esperanza podría infundir en las alegrías y angustias de los hombres una Iglesia que sigue y adora sólo el recuerdo de un muerto sepultado? Si Cristo no hubiera resucitado, dice San Pablo, seríamos los más miserables de los hombres porque sería vana nuestra esperanza.
Lo grande de nuestra redención y de nuestra fe es que está marcada por el amor, y por la omnipotencia. Sí; el amor que llevó a Cristo a morir por nosotros, en una cruz quedó sellado y rubricado por la omnipotencia de un Dios que venció a la muerte y «resucitando restauró la vida». El punto culminante de la Semana Santa y de toda la Cuaresma es la resurrección del Señor. La pascua que los cristianos celebramos es el conjunto maravilloso de una muerte que florece en vida eterna, de una cruz que transforma su sangre y su humillación dolorosa en luminosas ráfagas de alegría y exaltación. Es «la hora» completa que Jesús mismo anunció tantas veces como meta de su vida y de su misión: morir y resucitar fue la hora de su exaltación.
Pero también hay que insistir en que celebrar la Pascua no es sólo recordar una historia, sino identificar la propia vida con esa muerte y con esa resurrección. ¿Qué otra cosa es el bautismo de los cristianos sino el «carácter» o sello que marcó para siempre nuestra vida con la muerte del Crucificado que es exigencia de despojarnos del pecado y de todas nuestras malas tendencias y con la vida del Resucitado que nos exige un esfuerzo permanente de santidad humana que es justicia, honradez, honestidad, sinceridad, amor y esperanza de vida eterna?.
No trunquemos pues, la celebración de nuestra Pascua celebrando sólo su aspecto de derrota y negación. No nos contentemos con honrar a Cristo dándole una solemne sepultura. Acompañemos a la Iglesia -que somos todos los bautizados- en su alegre esperanza de la noche del Sábado Santo. Es el Sábado Santo en la noche cuando entre los aleluyas de la solemne «Vigilia Pascual», los cristianos llegamos a la meta de nuestra cuaresma y de nuestra Semana Santa, ofreciéndole al Resucitado la victoria de una Iglesia renovada en su cruz y en su resurrección.
O.A. Romero,
Arzobispo