El grave pecado del incendiario
Entre las muchas cartas que me llegan pidiendo el socorro moral de la Iglesia, me ha conmovido especialmente una que recibí esta semana. Es la preocupación de una Hermana de la Caridad ante una nueva forma de violencia y de violación de los derechos que trágicamente está de moda: Los incendios.
«Estimado Monseñor -me escribe Sor Lidia Camacho desde la Casa de Hermanas Ancianas de San Jacinto-: le suplicamos por este medio que nos ayude a prevenir que no nos quemen la Casa de San Jacinto. Hemos recibido llamadas telefónicas de amenazas desde el día de ayer (5 de marzo). Contamos con su generosa ayuda ya que en un Asilo de Hermanas Ancianas. Usted siempre nos ha ayudado. Le ofrecemos nuestras oraciones, etc».
Nuestro incansable grito de «No a la violencia» se ha elevado también con todo el vigor de la Ley de Dios y del Evangelio de Jesucristo para repudiar las manos criminales de los incendiarios que están sepultando en escombros y cenizas tanto esfuerzo y esperanza de hermanos trabajadores y están cambiando en temor e intranquilidad la paz de tantos hogares y negocios amenazados.
Pero este crimen de sembrar zozobras ya toca el colmo cuando se amenaza una casa de Religiosas Ancianas que dieron su juventud y su vida entera al servicio de tantos hermanos necesitados. El solo hecho de acudir a la llamada anónima para amenazar y provocar miedo ya es un pecado contra la caridad. Cuanto más grave es el crimen si a la amenaza sigue la consumación real del delito. Y un delito cuando lesiona el derecho y la justicia de la propiedad privada es un robo que no se perdona mientras no se interponga una justa restitución.
En el caso de las Hermanitas Ancianas de San Jacinto el crimen de provocar un incendio sería el signo de una insensibilidad humana que rebaja hasta el nivel más abyecto el alma del incendiario. Por lo que creo que nadie se atrevería a hacer tan triste hazaña que lo expondría a un repudio general.
Quiera Dios, pues, y quieran también los hombres que mandan y los que son mandados a quemar San Salvador, detener ya esta racha de fuego y destrucción. Quiera Dios y quieran las familias víctimas de esta acción de la violencia no perder el ánimo ni la serenidad sino que, con una firme confianza en Dios, sean como el legendario Ave Fénix que dicen que resurge de sus propias cenizas.
Y ustedes Sor Lidia y sus Ancianitas de San Jacinto así como tantas familias víctimas de la violencia y la opresión, tengan confianza y oren mucho, porque Dios está con los que sufren y nuestro esfuerzo apoyado en la esperanza cristiana nos da seguridad de que ha de venir un mundo mejor.
Oscar A. Romero
Arzobispo