Por Monseñor Oscar A. Romero
Obispo Auxiliar de San Salvador
La consagración de un nuevo Obispo en El Salvador nos ofrece, la feliz oportunidad de reafirmar, acerca del Episcopado, unos conceptos que, aunque muy sabido, corren, hoy más que nunca, el peligro de ser deformados.
El mismo Papa Pablo VI, observaba que, «en nuestros días, algunos han acentuado tanto el carácter de servicio de la autoridad de la Iglesia, que esto puede acarrear dos peligrosas consecuencias, por lo que se refiere a la concepción constitutiva de la Iglesia misma: la de dar prioridad a la comunidad, mediante el reconocimiento de poderes carismáticos eficientes y propios y la de descuidar el aspecto de la potestad en la Iglesia, con un acentuado descrédito, de las funciones canónicas en la sociedad eclesial; de aquí se ha formado la opinión de una libertad indiscriminada, de un pluralismo autónoma y una acusación «jurisdicismo» a la tradición y la praxis normativa de la jerarquía». (28-I-71)
Ciertamente que el perfil posconciliar del Obispo, define mejor su sentido de servicio y resulta anacrónico hoy el estilo autoritario y paternalista de otros tiempos. Pero una cosa es autoritarismo y paternalista de otros tiempos. Pero una cosa es autoritarismo y otra, autoridad.
El Obispo, con todo y su sencillez servicial, es, antes que nada, la autoridad en la Iglesia; autoridad a la que no puede ni debe abdicar, porque sin autoridad, no hay sociedad posible y la Iglesia, no sólo es efusión del Espíritu del Pueblo de Dios, sino que es una verdadera sociedad que necesita un poder para coordinar los medio idóneos para alcanzar su propio fin.
Incluso la efusión carismática del Espíritu, necesita en la Iglesia, una autoridad jerárquica, que, como signo de su autenticidad y fuerza coordinadora, dirija los carismas al bien común del Cuerpo Místico. San Pablo, que, mejor que ningún «carismático» moderno, reclamó contra el institucionalismo de la Iglesia «no extinguir el Espíritu», es también el que mejor descubrió, el peligro de confundir los carismas, con las propias ideas y tendencias, no siempre ordenadas; y por eso también San Pablo, el que mejor ha dejado bien sentado el principio de no reconocer por válido ningún carisma, sin antes haber sido confrontado con el poder jerárquico, que también es un carisma. (Cfr. I Cor. 4,21;12,4ss; Gal. 1,8; Col.2,1-23).
Ni autoritarismo pues, que es caricatura de autoridad y «extingue el Espíritu». Ni un falso servicio que diluya a la autoridad de un vago sentido de democratización.
Sino, verdadera autoridad y verdadero servicio, en un digno equilibrio pastoral, es lo que configura al verdadero Obispo que necesita la Iglesia hoy.