Por Monseñor Oscar A. Romero
El 24 de abril de 1870 el Concilio Vaticano I- inaugurado por el Papa Pío IX de diciembre de 1969-cosechaba la primicia de sus trabajos teológicos. Los 774 Padres del Concilio aprobaban por unanimidad la célebre constitución sobre la fe (De Fidel) llamada también por sus dos palabras iniciales. Constitución «Dei Filius».
Resulta interesante volver a estudiar, a un siglo de distancia, aquel macizo documento. Macizo de verdad porque un siglo de intensa historia en la vida de la Iglesia, y la formidable labor de «aggiornamento» del Concilio Vaticano II, en nada han hecho perder actualidad y validez aquel bloque doctrinal del siglo XIX. Al contrario creo prestar un servicio sacerdotal a los lectores de hoy-y por eso escribió sobre este tema- si los invito a buscar en aquellas luminosas orientaciones, la respuesta que necesitan las inteligencias de hoy, amenazadas por esa crisis de fe que está provocando tantos acontecimientos dentro y fuera de la Iglesia y que toca tan de cerca la vida religiosa de nuestros contemporáneos.
El efecto, las inquietudes y los problemas que movieron al Vaticano I a perfilar con tanta claridad las bases de la fe católica y sus relaciones con las capacidades de la razón humana, son las mismas inquietudes y problemas de quienes hoy confrontamos la moderna secularización», tomada en el sentido más amplio. Y por eso la Constitución «Dei Filius» ofrece una respuesta válida para nuestro tiempo.
Después de un solemne prólogo, la Constitución De Fide, proclama en el primer capítulo, la existencia de Dios personal, libre, Creador de todas las cosas, absolutamente independiente del mundo material y espiritual creado por El. El capítulo II afirma que determinadas verdades religiosas, sobre la existencia de Dios pueden ser conocidas con certeza y con las solas fuerzas de la razón humana; pero que respecto a las otras verdades divinas trascendentes, llamadas misterios, era necesaria la Revelación y repite la doctrina del Concilio de Trento sobre las fuentes de la misma. El Capítulo III, aun reivindicándole carácter racional de la fe, presenta al mismo tiempo como una libre adhesión a verdades sobrenaturales y un don de la gracia de Dios; asegura que la Iglesia, guardiana del depósito de la fe, lleva en sí misma las señales de su origen divino. El Capítulo IV, después de distinguir claramente la fe y la razón, recuerda que una oposición aparente entre la ciencia y la religión solo puede provenir de un error sobre la doctrina que ésta propone o de una idea falsa sobre las conclusiones de aquella; y que se puede demostrar la no contradicción de los misterios aun sin descubrir su contenido profundo. La Constitución concluye con 18 canones dogmáticos que condenan los errores contrarios».
¿Cómo no descubrir en esta densa teología del famoso documento del Vaticano I la rica savia que un siglo más tarde, circularía por todos los documentos del Vaticano II, principalmente en las reflexiones que éste hace acerca del ateísmo contemporáneo, en las interrelaciones de fe, cultura, ciencia y técnicas, en las nuevas perspectivas bíblicas, misionales, ecumenista, etc.?
Y vienen a ser así los dos Concilios del Vaticano el testimonio espléndido de un magisterio que, al mismo tiempo que es celoso guardián de una revelación inmutable marcha al par de los hombres de todos los tiempos.